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ALBERTO LASPLACES
La Buena Cosecha
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COMENTARIOS
NUESTRO SIGLO
Nuestro siglo, es acción. Si cada centuria tiene
su faz, la nuestra puede ostentar la máscara de la
energía y de la resolución. Llevan nuestras gene-
raciones el impulso de la piedra escapada de la
honda, y al igual que ella, no sabemos adonde ire-
mos a parar. Mejor así. Esa indecisión salvadora
gusta sembrar estrellas de esperanza a lo largo
de nuestro camino.
No podemos detenernos. La fatalidad del em-
puje ha puesto alas activas en la laxitud de nues-
tros músculos perezosos y en la rutina de nuestros
cerebros cansados. Parece que todo un mundo de
pesadilla se hubiera levantado de su obscuridad
y nos asordara con el imperativo de sus voces
angustiosas. Por eso es que, sobre todos los obs-
táculos vamos pasando como una tormenta bri-
llante y ruidosa, con el mismo grito supremo flo-
reciendo en nuestros labios incansables.
La humanidad está ebria de actividad. Puebla
todo, desde el seno ardiente de la tierra hasta el
corazón de la nube tranquila, con el latir de su
vida loca. El hombre, insecto audaz y sublime.
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Alberto Lasplaces
desafía a las divinidades lejana», escupiéndoles su
desprecio. Ya no tiembla ante el .misterio : lo ana-
liza. Ya no se atemoriza ante la muerte; la ha
comprendido. Ya no se inclina ante Dios: lo ha
destronado.
Nuestro siglo, es acción y es bullicio. Ya no
encontraría Phan un rincón húmedo y tierno don-
de poder sonreir, lleno de santa lujuria, ante la
promesa rosada de las ninfas. Ni podría, bajo la
bendición del cielo sereno, desgranar las perlas
de su flauta en la cabellera violácea de la tarde.
Los viejos ermitaños tampoco hallarían una ca-
verna solícita donde dialogar con la hermana So-
ledad y donde esconder de las pompas del mundo
el rubí sangriento de su carne atormentada. El
hombre ha violado los más sagrados retiros y ha
poblado con sus gritos los silencios más augustos.
Pero, sobre todo, este es un siglo de renova-
ción. Instituciones monolíticas, asentadas a la tie-
rra por tentáculos colosales, se desmoronan la-
mentablemente ruinosas, piedra a piedra. A se-
mejanza del cuerpo humano, que célula por célula
se transforma, el organismo social, célula por cé-
lula, se rejuvenece. Todos los viejos postulados
caducan, las leyes se modifican o amplían, y las
constituciones envejecen, llenas de majestad, des-
pués de llenar su misión. Hasta los dogmas tienen
que hacer concesiones si quieren subsistir... So-
bre todo, esta es una época de nerviosas impacien-
cias y de rápidos galopares hacia nuevos hori-
zontes. Las ciencias, todos los días se enrique-
La Bübna Cosbcha
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cen con prodigiosas conquistas. Muchos ojos se
iluminan con la promesa del milagro que late en
el fondo enigmático de las cosas. Los programas
resisten poco ante los empujes decisivos de los
conocimientos nuevos. Ideas de diez años han
envejecido cincuenta, y si queremos estar con la
verdad del momento, debemos reformarnos con-
tinuamente. Llenos de inquietud, escrutamos los
ojos de nuestros hijos, que descansan aún en sus
cunas, para adivinar en ellos cuál será el impulso
fresco y omnipotente que derribará nuestros ído-
los de hoy. Debemos estar siempre alerta si no
queremos que en el momento menos pensado se
hunda el suelo bajo nuestros pies desprevenidos.
Vacío el cielo de fantasmas, llenos de confianza,
apuntamos hacia los astros lejanos nuestros po-
tentes telescopios, para arrancar al misterio el se-
creto en que se escuda, acorazado de infinito. Im-
posible el infierno, cavamos llenos de nerviosidad
y arrancamas a las maternales entrañas el hierro
dúctil y el carbón precioso. Magos, manejamos
fuerzas desconocidas con nuestras manos de ni-
ños, a obscuras, como ciegos que jugaran con pu-
ñales. Nuestra débil palabra repiquetea a mil le-
guas de distancia, después de un viaje maravilloso
sobre las hondas dúctiles. Nuestro oído se ensor-
dece con el ruido del paso de un insecto y nuestras
pupilas contemplan dentro de la diáfana gota de
agua, muchedumbres de seres vivientes. Levanta-
mos montañas y agujereamos cordilleras con nues-
tros débiles brazos. Palpita en el aire el aleteo de
10
Alberto Lasplaces
nuestros blancos pájaros y en el fondo de los ma-
res vagan confiadas nuestras na,ves obscuras. Es-
tamos en todo; vivimos en todas las cosas, llena-
mos todo : el át/omo que late, la tierra que nos
nutre, el infinito que nos abisma!
Seamos de nuestro siglo, el más sorprendente
de todos los de la historia de la Humanidad. Lle-
nos de egolatría, entonemos a cada instante, como
Satán, la oración al orgullo. Pero que la soberbia
nos encuentre con los brazos activos, encauzando
el arado, y con los ojos impacientes, perdidos en
el enigma difícil de alguna estrella esquiva y le-
jana!
EL ARBOL
A lo largo del camino de hierro, hay tendidos
un río y varios arroyos, pacíficas corrientes que
la naturaleza había rodeado de una verde y en-
crespada cabellera de árboles. Hacía un año que
no emprendía este viaje, y hoy, con la cabeza
fuera de la ventanilla, he sentido ganas de llorar.
Es imposible imaginar una destrucción más cruel
y más estúpida. Bajo el golpe inexorable del ha-
cha han caído los troncos armoniosos que soste-
nían en el armazón de sus ramas a toda una in-
quieta bóveda de hojas. A los costados del camino
y en las estaciones se apila la leña en montones
informes. El paisaje ha quedado desnudo y la
tierra muestra su piel lamentable, disimulada ape-
nas por un vello esmeralda. El horizonte, como
bajo una maldición, se ha aplastadou Todo se ha
entristecido. Las mismas manos que derribaron lo
que hizo la Naturaleza, no han sabido erigir un
solo tronco nuevo. A lo lejos, las máquinas ru-
morosas abren sus negras fauces pidiendo ali-
mento, y sus vientres voraces arden constante-
mente, arrojando detritus de humo y ceniza que
lleva el viento . , .
V2
ALBKRTO LA-SPLACBS
Nunca como ahora, en esta época de devasta-
ción de las selvas nativas, para cantar la excelsa
virtud del árbol. ¡Que haya compensación si-
quiera! Que por cada uno que se aniquila, se co-
labore en la gestación de uno nuevO'. Despertar
el amor al árbol es contribuir a desarrollar el amor
por la tierra y por la vida. Ningún premio com-
parable al tronco que se robustece, a las ramas
que como brazos qúe se desperezan, se extienden
más y más. El árbol es la belleza y la utilidad:
Grecia y Cartago unidas bajo la protección de Ta
misma sombra; Don Quijote y Sancho hermanados
en sus aspiraciones yuxtapuestas.
El árbol es eso: materialidad e idealismo. Las
duras raíces que llenas de porfiada avaricia arran-
can el alimento a la madre generosa, reventarán
en SU camino hacia lo alto, en estrelladas copas
llenas de incitantes frescuras y de nidos cantores.
Bajo los palios propicios, sobre el húmedo tapiz
de sombra, el cansado trabajador reposará su cuer-
po sudoroso y heroico. La flauta del viento ensa-
yará sus más complicados giros entre el laberinto
de las ramas dóciles. A lo lejos, los árboles salpi-
carán el suelo con alegres conos y recortarán sus
tupidas y caprichosas cabelleras sobre la azul dia-
fanidad del cielo inmóvil.
El árbol es el amigo callado y fiel. Deja des-
garrar sus entrañas para darnos su carne invalo-
rable, con la que alzaremos nuestras casas o con
la que fabricaremos nuestros muebles, desde los
La Bukna Coskcha
Vd
más grandes hasta el diminuto cofre intimó, que
guarda, en restos de cabelleras queridas y polvo
de cartas viejas, el perfume más dulce de nuestras
vidas. El árbol que en estío abre sus anchas alas
y nos proteje de los ardores solares, en inivierno
nos presta, oharlatanamente feliz, un poco de cor-
dial tibieza al consumirse brillantemente entre las
caricias luminosas de la llama.
No es posible representarse los pintorescos va-
lles de la Hélade, sin la presencia de los árboles
sagrados, dicho60.s de su misión y su belleza. Si
los grandes dioses, los dioses superhumanos, es-
condían sus lacras en las cumbres inaccesibles de
canosas testas, en cambio, las potencias terrestres,
los lujuriosos caprípedos, las ninfas huyentes y
los silvanos veloces gustaban el lecho . aterciope-
lado de la hierba, junto a los troncos robustos,
coronados de muchedumbres parleras. Diana, la
casta e inaccesible virgen, se entregaba a sus pla-
ceres cinegéticos en las vastas selvas líricas, po-
bladas por abundantes y difíciles cazas. El árbol
fné en Grecia un elemento inseparable de la di-
vinidad humanizada.
En la mitología israelita, JehoVah, al crear a
nuestros primeros padres, púsolos en un lugar en
que la dicha completa fuera posible : el Edén. Y el
Edén era un jardín. Y era tanta la importancia
que daba el semítico Dios al árbol, que concentró
toda la ciencia del bien y del mal en el simbólico
manzano. Ningún otro lugar consideró más digno
para guardar la chispa celeste que le robó el hom-
14
AIíBKRTO Laspí-acbs
bre, al e«der a la doble euge«tión de la mujer y
de la serpiente !
El árbol ha sido glorificado por todas las razas
y por todas las creencias. Ha arrancado himnos
a todas las liras y agradecimientos a todos los
hombres humildes. Sin él, son inhabitables los de-
siertos, inhospitalarias Las estepas, ingratas las
pampas inmensas y mpnocordes. Es la sonrisa y
la gracia del paisaje. La Primavera lo adora, pues
gusta año tras año vestirlo con la coquetería de
las hojas nuevas.
Hermanos de mi país, de todos los países: así
como destruís ahora febrilmente las selvas nativas
al golpe de vuiestras hachas incansables; así como
ayer encendíais con ellas los fogones de las mon-
toneras heroicas y legendarias; así como habéis
quemado en el ara de falsos dioses los troncos no-
bles y generosos, volveos y cubrid de nuevo el
suelo de la patria con las cimbrantes columnas,
sobre las que se asentarán la gloria de vuestros
ojos y el porvenir de vuestros hijos. Emprended
una cruzada bienhechora, y que no quede laguna
ni arroyo sin la curiosa vanidad de un árbol amo-
roso, un camino sin la doble fila fraternal e ili-
mitada, ni un rancho feliz sin el verde alero ri-
sueño, bajo el que brote la vida como una ñiente
encantada !
Marzo de 1918.
TÍTULOS
Cuenta Pío Baroja que al visitar, hace unos
años, un museo, el director, presentándole un ál-
bum, pidióle que firmara, cuidando bien de poner
debajo sus títulos. — ¿Mis títulos?; no tengo nin-
guno. — ¡Vaya! (contestóle el solicitante) ; ponga
Vd. lo que sea; los demás han hecho lo mismo. —
Y ante esta razón formidable, Baroja añadió a su
firma: “hombre humilde y errante”. Es de su-
poner el papel que hace desde entonces ese título
modesto y desconcertante entne tanto doctor, ba-
chiller, conde, jefe, general, caballero, etc., de que
estará repleto aquel álbum. Pío Baroja, hombre
humilde y errante, ocupará el último escalón y
desaparecerá bajo tantas dignidades, hundido en
una irredimible insignificancia. Perdido en un rin-
cón, será como una nota de mal gueto en medio
de aquella solemnidad abrumadora y trascenden-
tal. Seguramente tantos títulos se encontrarán mo-
lestos al verse junto a un hombre . . .
En nuestros pueblos americanos, en que el arri-
viemo tiene ante sí un campo de acción mucho
16
Albbrto Lasplaces
mayor que en las viejas sociedades, en que las
jerarquías seculares controlan a las que van na-
ciendo, la títulomanía adquiere projiorciones ate-
rradoras. La democracia está sólo en los artículos
de la Constitución y en los desahogos de los po-
líticos. Nadie hace otra cosa que huir de la igual-
dad, y a falta de méritos reales se esgrimen pala-
bras mágicas, denominaciones sacramentales, mila-
grosos conjuros que tienen la virtud de transfor-
mar a quien tocan, como sucede en los cuentos de
hadas. El título es en el intercambio social de es-
timaciones una moneda corriente. Nadie se con-
fo'rma con ser Fulano de tal, a secas; debe agre-
gársele una palabra que le dé brillo y provoque la
consideración y el prestigio. Entonces se echa
mano a la profesión, es decir, a lo que da, senci-
llamente, para ganarse la vida con más o menos
decoro. Pero en ese orden de cosas, no todos los
medios despiertan idéntica simpatía. Por eso en-
contraremos quien ponga debajo de su nombre:
abogado, profesor, ministro, pero no quien haga
constar: albañil, zapatero, deshollinador. Todavía
el trabajo es condición de esclavos. Si así no fuera,
sería siempre considerado como un honor, y, sin
embargo, hay quien lo esconde y lo' calla como
una vergüenza. . .
Lo que asusta, es no ser más que lo que se es
en realidad. En cada uno de nosotros arde impa-
ciente una aspiración ascensional que no se con-
suela con obscuros fracasos. Espantados de nuestra
propia miseria, buscamos las cuentas de vidrio, el
La Bi!BNA Cosbcha
17
oropel espejeante y vano en ausencia del oro puro,
el título pretensioso a falta de un nombre sonoro
y representativo. Los blasones nobiliarios están
en desuso ; las partículas que aristocratizan los
apellidos dejan caer pronto su esmalte, como las
joyas falsas. Hay que afirmar la jerarquía en un
pedestal más sólido, darle mayor robustez, aunque
pierda gracia y finura. Ahí está el título para eso.
Podemos dudar si un mequetrefe que se hace lla-
mar conde tiene o no sangre azul en las venas.
Pero, i cómo negar los papeles comprobatorios de
un doctor, de un ingeniero?; ¿cómo desmentir a
un jefe de oficina, al presidente de una corpora-
ción, a un campeón de box? Sólo nos resta incli-
namos ante estas nuevas eminencias que emergen
sobre la árida y monocorde llanura de la demo-
cracia. El título, que debiera, a lo sumo, atesti-
guar una competencia limitada en cierto orden
de actividades, se transforma en una aureola de
suficiencia en todos los órdenes, en un pasaporte
social, en un puedelotodo.
Se argumenta que el título es un medio legal
de diferenciación y de selección, con el fin de ins-
tituir grados y clases, de escalonar los hombres
según sus méritos visibles. Error. Cuantos más
títulos acompañan a un nombre, más lo desvir-
túan, más lo desmonetizan, más lo generalizan,
más le restan de su individualidad, que es la única
aristocracia instituida por la Naturaleza. Cada tí-
lulo nos asemeja a todos los demás que lo osten-
tan y la personalidad se diluye en el grapo y se
2
IS ALBRBTO IjASPLACKS
convierte en una repetición insustancial 7 hueca.
¿Con qué títulos recordamos a Sócrates, Jesús,
Newton, Voltaire, Lincoln, Chópin, Hugo? Estos
han perdido todo lo demás y quedan reducidos
a una sola palabra, pero ¡qué palabra! Despoja-
dos de toda vanidad, los conservamos en nuestra
memoria, limpios como las estrellas, solitarios co-
mo las cumbres. Sería ridículo querer aumentar
la significación de sus nombres adornándolos con
flores de trapo, exaltándolos con denominaciones
sin eco. Valen por ellos mismos, desnudos como
las estrellas, solitarios como las cumbres.
El verdadero orgullo es callado y hasta tímido.
No creamos en que hombre que ostenta sus títulos
con tanta prodigalidad está seguro de sus méritos
y se estima. Se apresura a hacer notar sus digni-
dades como un salvaje sus perendengues, porque
está convencido de su propia e irredimible vacie-
dad. Como una pompa de jabón se hincha de aire
y cuando estalla comprobamos que en ella no ha-
bía más que eso: aire. Hemos rendido tributo a
una sámulación, hemos temido a un fantasma, he-
mos halagado a una sombra. Sólo nos premia una
mueca de desprecio desde un fondo indeciso al
cual no alcanzan nuestros puños exasperados por
la burla. Hemos merecido la humillante lección,
pero mañana recomenzaremos de nuevo. Y habrá
siempre quién no esté satisfecho con ser, simplemen-
te, quién es, y quién se angustie en noches sin sueño
y en días sin reposo, imaginando medios de des-
tacarse y de deslumbrar. Y habrá quién, al alar-
La Buena Cosecha
19
gamos el álbum para que extendamos *nuestpa fir-
ma, nos pregunte: “¿Qué es Vd.?”, en vez de de-
cimos: “¿Quién es Vd.?” — He ahí la diferencia
entre lo sólido y lo artificioso, entre la persona-
lidad y su falsificación. Todo esté en que prefi-
ramos ser hombres, hombres humildes y errantes,
si se quiere, modestos y desconocidos; hombres
sin historia y sin genio, ya que no todos lo pueden
tener, y en que no nos embriaguemos con el licor
fácil de los títulos, ni nos dejemos arrastrar por
la tonta pedantería de los perifollos, falso barniz
que sólo usan los hombres sin méritos y las mu-
jeres feas.
1915.
ARTE AUTÓCTONO
Cada día aparece má^ claro y más enérgico el
propósito, de parte de la intelectualidad argentina,
de crear un arte autóctono, sobre todo en litera-
tura y música, eooi la base y la inspiración de lo
que tiene un inconfundible sello nacional, que no
puede ser otra cosa en estas regiones, que los can-
tos criollos, lo único que en esos órdenes artísticos
ha brotado sin esfuerzos de la sencillez del alma
ixopular. La preocupación de un arte original in-
dica un nacionalismo orgulloso y de fuertes raíces,
que parte de la creencia de que hay cosas propias
que bien pueden desempeñar la misión de las que
no lo son tanto, y de que todo pueblo debe adqui-
rir una característica que lo diferencie de los de-
más pueblos, característica que brilla preferente-
mente en las obras del espíritu, en las creacioines
del cerebro y del corazón. “Industria propia, ins-
tituciones propias, arte propio”, parece ser el
grito de conjura de una Juventud insuperable-
mente pertrechada para vastas realizaciones de
porvenir. Sólo resta examinar si ese programa,
22
Alberto LASPLACsg
un poco ambicioso, es factible, y mis aún, si es
oportuno.
Es desconocer la misión del arte, el intentar
encarrilarlo dentro de loe límites estrechos de una
norma cualquiera. Conforme es absurdo imaginar
una ciencia sin leyes, lo es también admitir que
el arte pueda obedecer a impulsos razonados, a
una orientación preconcebida. Sin espontaneidad,
que es libertad, no hay arte. Debemos distinguir
también a ambas actividades dentro de su posición
en el tiempo. El arte no obedece sino a autosu-
gestiones del momento, no obra sino por faetore.s
que le son contemporáneos. De ahí que todo en
él sea actual y que su mayor o menor intensidad
resida, precisamente, en su mayor o menor poten-
cia para despertar la misma emoción del artista,
lo cual no es otra cosa que hacer revivir, volver
a hacer actuales sus mismos estados de conciencia.
La ciencia exige otras dimensiones dentro del
tiempo. La causa y el efecto, correlativos natu-
rales e inseparables, se desarrollan en ondas de
ritmo uniforme y siguen siempre la misma mar-
cha, del pasado al presente y de éste al futuro.
Se impone en este terreno la sabiduría del método,
la ordenación del cálculo, la ruta obligatoria e
inflexible.
En arte, no. El arte no puede ni disciplinarse
en provecho de su misma estructura ni mucho
menos, adaptarse a ninguna consideración extraña
a él. La patria es una casa muy respetable, pero
resultará siempre estéril la preocupación de darle
La Bukna Cosecha
23
de]iberadam€iite un. arte propio, poi'que eso es con-
ceder al arte un puesto subalterno., y es quererlo
bímillar bajo la artificiosidad de una pretenciosa
etiqueta. El arte, como la belleza, de la que es
vehículo, es universal, no nacional ni regional
iPoi qué nos emocionan Homero, Dante, Calderón.
Ibsen? i El arte de esos artistas vale por su ca-
rácter nacional o a pesar de su carácter nacional?
jEs griego Ulises? Ugolino, ¿italiano? ¿Español
Pedro Crespo? ¿Noruega Hedda Gabler? ¿Dóndie
nació el Quijote? En arte no hay naciones; un
intento mucho menos amplio fracasó ruidosamen-
te: las escuelas. Las escuelas, dando relieve a
unos cuantos artistas de verdad y hundiendo en
la mediocridad y en el olvido a numerosos imi-
tadores, creyentes en dogmas artísticos, probaron
que en arte no hay sino temperamentos, es decir,
individualidades. Desconocer esto sería de una in-
genuidad imperdonable. Hay quien tiene todavía
el cristalino candor de Zozaya, que supone que el
arte llegará a ser mañana una función anónima
desempeñada por k colectividad . . .
¿Podremos tener un arte al que se le pueda lla-
mar nacional, desde el punto de vista de su aspecto
exterior o de la localización geográfica y etnográ-
fica de los motivos inspiradores? Naturalmente
que sí. Desde ese punto de vista, totalmente se-
cundario en la obra artística, todo arte es nacio-
nal, regional. Es demasiado, sabido que el hombre
es incapaz de crear nada y que lo único que le
está permitido es combinar los materiales que le
24
AI/Bkrto Lasi’i.ací',:;
proporciona el ambiente, pero sin poder libertarse
nunca de él. No olvidemos un lugar común ei/
filosofía: “nada hay en nuestra mente que nb
haya pasado por nuestros sentidos". Pero, pa^a
que el arte resulte nacional en esa eategoría/de
loe hechos, no hay necesidad de trazar un |4an,
desde que tal carácter está unido insepa^ble-
mente a toda obra realizada. De ahí que nuestro
arte sea hoy el que brota de nuestra misma /vida,
de nuestras ambiciones, de nuestros ensueqós, de
nuestros amores y de toda la verdad objetiva que
nos rodea. Siendo esto así, ¿para qué e| propó-
sito de revivir artificialmente el arte q^e llama-
mos criollo? ¿Por qué el empeño de resucitar a
un cadáver? No sólo lo considero eomo/un impo-
sible, sino también como un absurdo. El arte aquel
nació naturalmente de los factores intrínsecos y
extrínsecos de la época y el ambiente / el desierto
de la pampa verde e infinita, la existencia libre
y aislada del gaucho, la melancolía de la vida
pastoril, el pesimismo de los que se veai obli-
gados a luchas ásperas y permanentes. Ese estado
de cosas, génesis de tal arte, está cediendo a otro
muy distinto: la pampa se ha poblado, razas ac-
tivas y fuertes han venido a traer el tributo de
su sangre y de sus preocupaciones, de sus ideales
y de sus iniciativas, instalándose definitivamente
en el suelo patrio. Loe temas favoritos del gau-
cho, la china, el caballo, la tapera, la vida errante
y rebelde, la guitarra, han desaparecido o desapa-
recen poco a poco para dejar paso a otras reali-
La Bükna Cossoha
25
dades que lae absorben implacablemente. He oído
hablar de exotismos a algunos eriollistas recalci-
tpante.s al referirse al arte de mo-dalidad europea,
que orienta la obra de la mayoría de nuestros es-
critores. 4 Qué es lo exótico? Creo que lo es mu-
cho más entonar cantos criollos en la ciudad, so-
bre el asfalto y bajo la luz de los aireos voltaicos,
que escribir rimas que recuerden a Verlaine o- poe-
mas de la tempestuosidad de Verhaerem. Ya hasta
en la misma campaña, en donde se oyen a menudo
las bocinas de los intrépidos Ford, en donde ali-
nea su monótona teoría el camino de hierro, y en
donde cada día triunfan más y más el confort y
la higiene modernos, suenan con más naturalidad
Darío y Lugones que Hernández y Ascasubi. El
arte, para cumplir con su fin, tiene que emocio-
narnos, y no lo podrá conseguir nunca si no res-
ponde a la realidad que nos circunda. Los pasajes
de “La Divina Comedia” que más apasionaron en
la época de fanatismo religioso en que fué escrita,
nos dejan hoy totalmente indiferentes, conforme
no nos conmueven en lo más mínimo los libros
que despertaron en el alma geométrica de Iñigo
de Loyola una vocación ardiente e irresistible,^
que lo poseyó desde entonces por entero y hasta
su postrer suspiro.
Hay quien protesta contra el cosmopolitismo
avasallador que convierte estos pueblos en verda-
deras torres de Babel. ¿En nombre de qué se re-
pudia lo mismo que nos forma? ¿Qué hay verda-
deramente autóctono a no ser esos parias de la raza
26
Alberto Lasplaces
indígena que hemos exterminado en malones ci-
TÜizados o que agotamos sin piedad alguna en las
bárbaras tareas de los obrajes fronterizos? Por
mucho que no lo queramos, somos europeos de
pies a cabeza, no sólo por origen, sino también
por cultura, por sentimiento, por tendencias. El
cosmopolitismo, es cierto, ha venido a matar lo
criollo, a concluir con un aspecto hasta cierto
punto original de nuestros países. Pero', ante un
observador atento, i cuánta belleza no hay en esas
muchedumbres viajeras que llegan a nuestras tie-
rras a fecundarlas, a transformarlas, a civilizar-
las? Ahí tienen motivos de inspiración nues-
tros artistas, en la realidad palpable, en los dolo-
res, en las alegrías, en el trabajo, en los heroísmos
de esos hermanos que acuden de todas las playas
a gozar de nuestra libertad y de nuestro cielo.
¿Quién ha cantado entre nosotros las hazañas del
colono humilde, solo con sus brazos y sus esperan-
zas, frente a la tierra virgen y semidesierta, bajo
un firmamento escrito por constelaciones descono-
cidas? ¿Quién — como Whitman, Cooper y Harte
lo han realizado ya en el Norte — ha seguido el
avance de los fuertes pionners, conquistadores de
la verde llanura, y la odisea pintoresca y agitada
de los emigrantes que vienen de los antípodas,
vacías las bolsas pero desbordantes de ensueños?
Esa es la verdadera, la gigantesca epopeya que se
ofrece a la inquietud fecunda y creadora de nues-
tros narradores, de nuestros poetas, de nuestros
músicos. Estos pueblos, en período de crecimiento,
La BtTENA Cosecha
27
poseen en esa masa, que está tomando consistencia
y que constituye la verdadera base de nuestras
nacionalidades futuras, una fuente inagotable, un
filón riquísimo, virgen todavía a los g'allardos ex-
ploradores de la belleza. La evocación del pasado
resulta siempre pálida y artificiosa ante la suges-
tión invicta del presente, y nada nos estremece
de un modo tan profundo como las emociones del
día, el encanto de la hora que pasa cargada con
su felicidad, su amargura o su liviana quimera.
Amemos, sí, la poesía de lo extinto, aunque sea
inactual; desentrañémosla, si se quiere, para gus-
tar el sabor de sus ritmos suavizados por el mis-
terio de la distancia. Pero no desdeñemos ciega-
mente el arte que crece paralelamente a nuestra
vida, y que se desprende de ella como el perfume
del pétalo, como la luz del astro. No volvamos
los ojo-s con la pretensión de que se levanten fan-
tasmas de cosas ausentes, a las cuales no logra-
remos nunca infundir un solo latido. Dejemos, en
cambio, que nuestra alma esculpa libremente sus
ensueños en sus preocupaciones vivas, en su misma
carne, conforme la abeja liba su miel riquísima en
el vaso ondulante de las floree abiertas.
1918.
FREmOS A LA VIBTÜD
En La Plata, con toda la teatralidad solemne
del caso, «e han repartido premios a la virtud.
Tal costumbre, que j)ar6ee haberse hecho carne
definitivamente en cierta clase de la sociedad que
distrae amablemente sus ocios dedicándose a obras
caritativas, no es de allí solamente: es de todas
partes. No haee mucho, en Río de Janeiro se re-
partieron dos contos en premios a la virtud de
las modistillas. Hay como para bordar un “vaur
deville” en redor del heeho. Eso de poner una
suma de dinero en las pequeñas manos que nunca
conocieron sino la maldición del trabajo agotador
y continuo, i no será acaso tentarlas a que no sigan
siendo virtuosas, despertando en ellas nuevas am-
biciones?; i no será sustituir a la serpiente, encar-
nación de Lucifer? He ahí cómo los premios a la
virtud pueden despertar en el fondo de las almas
sencillas, ansias de dejar de serlo, y de arrojarse
sin escrúpulos, como la mayoría, a la caza del
bienestar material, a la satisfacción de los más
bajos apetitos del instinto.
30
Alberto Laspl^qbs
Premiar a la virtud en lujosos locales en donde
las almas caritativas o filantrópicas llevan su ro-
paje material cuajado de lujo, de jayas, de ele-
gancia, y las simplemente virtuosas se presentan
modesta y casi miserablemente a recibir una li
mosna, es, en verdad, un espectáculo que no deja
muy bien parada a la virtud ... En un mundo en
que en vez de Dios hubiera tenido por creador a
un Schopenhauer, por ejemplo, las cosas serían
muy diferentes, y, casi nos animamos a sostenerlo,
mucho mejor hechas. Dios, como cierta filosofía,
parece encantarse en la antítesis. Hace del bien
la condición sustancial de nuestra vida, y premia
el mal. Si la virtud es lo más noble, lo más digno,
lo más ejemplar, ¿cómo es que el éxito, el reco-
nocimiento ajeno, el bienestar no están precisa-
mente con los virtuosos! ¿Oómo es posible que
todos los verdaderos valores se hayan trasmutado
hasta el punto de que la virtud habite las bohar-
dillas miserables y sea premiada solamente por
una migaja humillante cuando a algunos se les da
la gana!
A nadie se le ha ocurrido premiar la virtud de
los que lo tienen todo. Es muy fácil ser virtuoso
cuando la mesa está repleta y la vida desprovista
de preocupaciones extremas. Es tan fácil, que no
es virtud, ¿Cuál es el mérito de un millonario
que no asalta a los transeúntes para arrebatarles
su dinero! Ninguno. El mérito está en el pobre
honrado, en la humilde honesta, en el héroe sin
esperanza. Pero es un mérito sembrado de espi-
La Buena Cosecha
31
jia^s, como mi doloroso camino del Calvario a cuyo
fondo se divisa, la cruz del martirio. Algunos lo
seguirán, resignados a sus suertes oscuras. Otros
se rebelarán y buscarán por todos los medios el
halago de los placeres que la virtud les niega.
Estos son los que atacan la moral corriente, los
llamados deshechos de la sociedad, pero cuya cul-
pa es muy discutible. ¿Tiene derecho la sociedad
a exigir que sean virtuosos, cuando castiga a la
virtud con tantas amarguras?
Premios a la virtud. Excelente idea, pero con-
tradictoria, ineficaz, absurda. Para que la justicia
fuera un hecho, la vida misma debería premiar
a los virtuosos. Y después, ¿cómo catalogar las
buenas acciones?, ¿con qué derecho, como resul-
tado de un examen superficial y apresurado, juz-
gar sobre el merecimiento de una pei«ona?, ¿qué
vara para medir?, ¿cómo investigar en el fondo
tenebroso de las conciencias el grado de sinceri-
dad, de belleza, de sacrificio? Y en último aná-
lisis, premiar ¿qué cosa?: lo superficial, lo que
llega a nuestros sentidos, la miseria que se mani-
fiesta sin velos, mientras permanecen intactas y
desconocidas las más grandes virtudes, los más
nobles esñierzos, las más terribles tragedias. Eso
es todo.
Ni se paga a la virtud su obra, ni siquiera se
la hace más atractiva con estos premios, que re-
presentan toda la humillación de la limosna. Al
contrario: se la desacredita, se la rebaja. Nin-
guno, al borde del abismo dejará de arrojarse a
32
AIíBBBTO Lasplaoes
él pensando que qui'zás algún día, como premio
a sus heroísmos, algunas monedas irónicas lo es-
peran. Tampoco el que ha sufrido, el que se ha
sacrificado, encontrará una recompensa ni un ali-
ciente en una suma de dinero en la cual nunca
pensó cuando obró bien. De ese modo, despro-
visto de significación moral, el acto de los premios
a la virtud no resulta otra cosa que un entrete-
nimiento para los que nada tienen que hacer, j
un espectáculo en que las injustas desigualdades
humanas están frente a frente una vez más.
Diciembre de 1917.
OmTAS POLICIALES
En nn plazo relativamente corto acaban de des-
enbrirse en Montevideo dos delincnentes impul-
sados al delito por idéntica causa. Uno de ellos,
un niño, amenaza con la muerte a un señor si no
lo entrega para tal día una cantidad fija de di-
nero. El otro, un adolescente, penetra en varias
ocasiones en una escuela, roba insignifieancia.s y
deja como recuerdo unos papeütos en los que con
una irónica insolencia se jacta de su acción. Am-
bos confiesan después que han sido inspirados por
lo que han visto en las cintas cinematográficas
que desarrollan argumentos que llamamos policia-
les. Ninguno de los dos llega al delito ni por ne-
cesidad ni por depravación. ¿ Era capaz el pe-
queño de matar a alguien? ¿Qué provecho sacaba
el segundo de unos cuantos cuadernos y barras de
tiza? No. Uno y otro obraron, simplemente, por
imitación, jmr reproducir lo que vieron y que im-
presionó profundamente sus cerebros. No han tra-
tado ni siquiera de defenderse, de disculparse. Al
Bontrario. Han confesado con cierto orgullo, y de
3
34
Alberto Lasplaces
fieguro que para ellos mismos, ante su propio jui-
cio dolorosamente subvertido, son verdaderos hé-
roes, dignos de aquellos que contemplaron gesti-
cular en la pantalla. Esa incoinsciencia, esa falta
de responsabilidad, parecen decir: “¿€on qué de-
recho se quiere reprimir en nosotros lo que todos,
en el mundo impreciso de la ficción teatral, ad-
miten y celebran? Al fin y al cabo> no hacemos
sino repetir los espectáculos que se nos ofrecen"...
Vivimos en plena contradicción. Si en algo so-
mos impotentes es en prevenir. Nos embriagamos
demasiado con los resultados de nuestra inocente
filantropía, a menudo inútil, aparatosa siempre. Nos
ocupamos de la tuberculosis, levantamos grandes
sanatorios en donde vayan a morir los enfermos,
pero permitimos que la miseria cada año, arroje
a ellos un nuevo lote de vencidos. Construimos
cárceles mo'delos, provistas de todo lo necesario,
hasta de confort, pero no vamos a buscar el ori-
gen del delito para aplastarlo en su germen. Pen-
samos en ampliar los manicomios, destinándoles
grandes sumas, y permanecemos indiferentes ante
comerciantes sm escrúpulos que envenenan al pue-
blo con bebidas mortales. Cuando están nuestros
hospitales, nuestros asilos, nuestros manicomios
bien repletos, exclamamos: ¡qué buenos somos!,
¡cómo trabajamos por el perfeccionamiento de la
humanidad i ¡cómo auxiliamos a nuestros seme-
jantes! Y creemos apagar el incendio sin darnos
cuenta de que estamos echando a él, incesante-
mente, brazadas de leña. En el caso que comento,
La Büeka Cosecha
35
el juez aplicará inflexibles sanciones penales: có-
digo tal, capítulo cual... Y dejaremos que sigan
exponiéndose las fábulas del cine y que sigan co-
rrompiendo a los espíritus débiles, sin defensa,
que son tan numerosos todavía.
En algunas naciones, gobiernos y municipios
han tomado severas medidas contra el mal. Nos-
otros, — como en el caso de los expendedores de
alcohol, — nos dejamos asustar por los “respetay-
bles intereses” que heriría una medida de profila-
xia cinematográfica destinada a evitar que se ex-
hiban finas de una evidente inmoralidad. Entre
ia emigración no deseable deberían colocarse 1,0-
dos los productos de la literatura policial cuyos
efectos psicológicos y sociales son totalmente ne-
gativos. Se cierran las puertas a los anarquistas, —
místicos soñadores de -un mundo mejor, — y se
abren a los libros y a los espectáculos que provo-
can amenudo violentas subversiones mentales tra-
ducidas después en actos delictuosos. Se deja que
los cerebros se llenen de visiones horripilantes, se
endiosa a héroes repulsivos, y en vez de presen-
tarse ante el ejemplo público, virtudes serenas, ac-
ciones elevadas y confortantes, rebeldías sagradas,
se alaban los ingenios solapados y sombríos, las
virtudes hipócritas, las condiciones subalternas, la
viveza, la testarudez, la traiciún. Lucha triste en-
tre zorros y hienas .antes que lucha entre hom-
bres . . .
El triunfo final del “detective” o de la justi-
cia, representantes del orden social, no atenúa en
36
AIíBERTO LASFUlCZB
nada los perversos efectos del desarrollo de la
trama. Ladrón o asesino y policía usan los mis-
mos medios, tienden al mismo fin. Son dos iwteeta-
des de nn poder equilibrado que están frente a
frente. Pero no es el combate franco, a la luz del
sol. Se libra en tenebrosas estancias, en corredo-
res estrechos, en húmedos subterráneos. La oscu-
ridad es la cómplice obligada. Un puñal oculto,
una puerta secreta, una trampa oportuna son los
medios usuales. Todo es misterioso, inesperado,
lleno de complicaciones. De repente surgen fan-
tasmas o como en el festín de Baltasar aparecen
letreros amenazantes. Detrás de un mueble ace-
cha un puñal o un revólver, esgrimido por una
mano segura. Hay corridas, desapariciones, saltos,
luchas ridiculas. Cuando el criminal perseguido
va a caer en manos de sus perseguidores, se salva
como por milagro de todas las asechanzas que le
tienden. Y como por lo común está solo con su in-
teligencia y su audacia frente a la sociedad y a la
justicia, he ahí porque aparece como un héroe,
como un semidiós, capaz de luchar contra todos.
Su derrota, — ^final obligado e ingenuo, — no pro-
voca en el espectador ni repulsión ni condena. Al
revés: la simpatía aumenta con la desgracia y la
aureola del martirio contribuye a darle propor-
ciones de santo y a que sus hazañas merezcan imi-
tadores.
No es necesario recurrir a los estudios de Ber-
tillón, que afirma que la literatura policial
está incubando una nueva clase de delincuentes
La Btjena C!oseoha
37
que se caracterizan por una ausencia absoluta de
responsabilidad moral. Se pueden comprobar fá-
cilmente en Francia como en tudas partes los mis-
mos efectos. La imitación es, y seguirá siendo
siempre, uno de los impulsos más poderosos de las
acciones humanas. No en vano Gabriel Tarde la
consideraba como pilar fundamenibal de su siste-
ma sociológico y la pedagogía moderna la coloca
entre sus más valiosos auxiliares. El niño, sobre
todo, ese pequeño ser curioso, instintivo y fantás-
tico, abierto a todas las sugestiones, es una vícti-
ma fácil de los films truculentos y malvados que
se le ofrecen noche a noche. No se respeta ni su
candor ni su debilidad. Si su imaginación estaba
poblada, ayer, de hadas buenas y malas, a la del
niño de hoy agitan pesadillas macabras, hondos
terrores, inquietudes y sobresaltos. La sustitución
no puede haber sido peor y entre la Caperucita y
Raffles hay una distancia tan grande que nadie
podrá colmar. El ogro que se mueve en un mundo
lejano y quimérico, nunca impresionará tan pro-
fundamente como lo hace el ladrón o el asesino
cuyos crímenes se detallan con tan insana deten-
ción ante la curiosidad del pequeño. La repetición
del hecho cambia el terror de las primeras veces
por la familiaridad con el mismo hecho. El ins-
tinto moral se pervierte y se concluye por no
poder separar lo bueno de lo malo, lo conveniente
de lo prohibido. Se llega a la delincuencia con la
sonrisa en los labios y la tranquilidad en el cora-
zón. De ese modo el cine y la literatura polieiail.
38
Alberto Laspiaces
iv^an preparando generaciones de irresponsables,
para los énales tendremos, leso sí!, si llegan a
delinquir, severos tribunales, catálogos de casti-
gos y cárceles seguras, instituciones que no pro-
barán otra cosa que nuestra incapacidad y nues-
tra ignorancia.
Enero de 1918.
MAS
El pasado. — i Otra vez me despiertas? i Qué se
te ofrece?
El presente. — Quiero más.
El pasado. — ¿Más qué?
El presente. — Más libertad, más dignidad, más
felicidad.
El pasado. — Pero, ¿qué locura es esa? ¿No te
he dado lo suficiente ya?... Todas mis conquis-
tas, ¿no te satisfacen? ¿No puedes marchar por
los caminos por los que tan- bien me desenvolví?
¿No conoces los sacrificios que mis hijos hicieron
por tí?
El presente. — Si, los conozco, pero sus frutos
no me bastan, necesito más.
El pasado. — ¿Más? ¿Cómo puede ser eso? ¿Has
enloquecido entonces? ¿Qué puedes pretender?
El presente. — Aire. Allí donde tú vivías yo me
ahogo. Mis pulmones sienten la necesidad de en-
sancharse. Mis pies están entorpecidos por los lau-
reles de los que te enorgulleces. Estoy cansado de
mirar desde tus cumbres y quiero subir más arri-
ba, pues adivino otros espectáculos a los que desde
40
Alberto Lasplaces
aquí no alcaoizo. Siento 'hambre, pero de otroe
manjares distintos a los que me has servido ; sed,
pero deseo beber de otras fuentes más tumultuó^
sas y más frescas que las tuyas.
El pasado. — jMe rechazas, pues?
El presente. — No. Te completo.
El pasado. — Pero, 4 cómo? 4 No eran sabios mis
libros, inmejorables mis instituciones, mis progre^
sos evidentes, mis hombres heróicos y fecundos?
El presente. — Lo eran. Hoy todo eso ha enve-
jecido.
El pasado. — Pero, la verdad. . .
El presente. — La verdad también envejece. No
hay nada inmutable.
El pasado. — Blasfemas.
El presente. — Puede ser. No estoy muy seguro
de la corrección de mi lenguaje. A tí también te
aseguraban que blasfemabas cuando querías abrir-
te paso.
El pasado. — La vejez es augusta; hay que res-
petarla.
El presente. — De acuerdo ; pero siempre que no
pretenda imponer sus arrugas a los jóvenes.
El pasado. — 4 Te rebelas, pues?
El presente. — Te he dicho que quiero vivir.
El pasado. — No te comprendo.
El presente. — Ya lo sé. No me comprenderás
jamás.
El pasado. — 4 Y si no te diera lo que me pides?
El presente. — Me lo tomaría. Tengo loe brazos
La BüEITA Ck>SEOHA
41
frescas y en ellos los músculos se hinclian como
retoños en las ramas nuevas.
El pasado. — Me asustas.
El presente. — No ironices. Demasiado sé que
me temes. Te cuesta mucho hacerme sitio; pero
no tendrás más remedio.
El pasado. — Déjame dormir.
El presente. — Eso mismo: duerme, duerme y
no despiertes.
El pasado. — ¿Para apoderarte con menos riesgo
dé lo que poseo? Obras como un bandido. Me
robas.
El presente. — Te heredo. Lo que pretendes
guardarte, me pertenece Acuérdate de los grie-
gos: *‘la vida es una antorcha que nos vamos pa-
sando de mano en mano”. Tú supones que la an-
torcha debe apagarse en las tuyas.
El pasado. — ¿Insistes, pues? ¿No te he dado
ya lo sufíeiente?
El presente. — No ; me es imposible digerir tus
piedras. La vida es dúctil; tú eres rígido. Nece-
sito de la esperanza ; tú no brindas sino el recuer-
do. Ansio construir mis templos; tú no puedes
ofrecerme más que tus sepulcros.
El pasado. — Eres injusto, es por mí que exis-
tes. Si yo no te hubiera engendrado permanece-
rías aún en la región misteriosa de las sombras.
El presente. — No me interesa mi genealogía.
Fuiste mi padre pero no eres mi amo. Además, tu
paternidad no es razón suficiente ; hubo algo que
obligó a engendrarme, una fuerza más potente
42
AUBERTO LASFIíACES
que tu voluntad, a la que no podías resistirte. Lo
que pretendes que es un mérito, no es sino una
ley.
El pasado. — No quiero discutir.
El presente. — Yo tampoco: quiero más.
El pasado. — Eres insaciable.
El presente. — La culpa es tuya.
El pasado. — ¿Por qué no me dejas en paz?
El presente. — Porque te resistes. A cada paso
debo violarte para no detenerme. Todo lo que me
has dejado debo perfeccionarlo. No puedo vivir
en tus moldes.
El pasado. — Y cuando te dé todo lo que me
pides, 4 qué harás?
El presente. — Pediré más.
El pasado. — ¿Y cuando consigas ese más?
El presente. — Más, todavía ... La vida es im-
pulso, transformación. Hasta la muerte lo es. El
astro solicita más espacio para su trayectoria; los
sentidos más belleza para su éxtasis; el corazón
más amor para su latido. El Nirvana, no es una
monstrousidad : es una mentira. La vida palpita
con una energía tan indomable en el átomo silen-
cioso y microscópico como en el infinito mudo y
sin límites, pálido de estrellas. Llegar no es más
que iniciar una ruta nueva sin tener siquiera
tiempo para sacudir el polvo de las sandalias.
El pasado. — Yo descanso.
El presente. — Porque ya no eres. Fuiste, un
día. Hoy no te conservas en la memoria de los
La Buena Cosecha
43
hombres sino por lo que, bueno o malo, te ha so-
brevivido.
El pasado. — Tengo sueño ; déjame.
El presente. — Es lo que estoy deseando. Dame
lo que te pido.
El pasado. — Quisiera saber cuando me deja-
rás tranquilo.
El presente. — ¡Nunca!
COMAMOS Y BEBAMOS Y BAILEMOS, QUE
MAÑANA MORIREMOS
He aqtii una nneva variación, imiraesta por la
vida moderna a la antáqnífiima estrofa, que encie-
rra toda nna filosofía de la vida, posiblemente la
única filosofía que aplica la inmensa mayoría de
los seres humanos. El alma del hombre perma-
nece intacta a través de las épocas que pasan por
ella sin modificarla, a la manera de un rayo de
sol por un cristal transparente. Por eso es que
comprendemos tan bien los viejos libros, de cual-
quier pueblo y época que sean, desde que las fuer-
zas que mueven allí a la acción o al desencanto
son los mismos impulsos obscuros que nos mueven
^oy> y que nos moverán siempre. “Comamos y
bebamos”... Sardanápalo ?, ¿el “Eclessiastés”?,
¿Ornar El Kayyán?, ¿Luis XV? Todo es igual.
“Panem et circenses”, gritaba el pueblo romano
sintetizando en dos palabras todo su ideal con-
creto de la existencia. Pan y toros, pan y carre-
ras, pan y football, dicen los de hoy, sin distan-
46
AIíBEKTO LílSPLAOES
ciarse una línea de aquél y repitiendo inconscien-
temente, como un eco, la misma frase, que «urge
irresistiblemente del fondo inmóvil de la especie.
Comamos y bebamos y bailemos, decimos también
hoy, añadiendo una palabra al verso divino que
tiene perfume de inmortalidad. Y aunque esa pa-
labra no sea nueva ni indique otra cosa que un
agregado de la misma especie de las otras, enor-
gullezcámonos de haberla hallado, pues ella sola
es capaz de personalizar nuestra huella en el bron-
ce viajero del Tiempo.
Porque ya no es posible comer y beber, sola-
mente, tranquilamente, como lo quisieran esos in-
genuos cocineros franceses que han protestado
porque no se hace justicia a sus habilidades cuü-
narias en el frenétieo afán de danzar entre plato
y plato. Entre un “hors d’ceuvre” y un “pois-
son”; entre un “filet'* y una “omelette”, entre
una copa de ‘'Sauterne" y oirá de “Pontet Ca-
net”, son imprescindibles los compases agudos del
^‘fox-trot" o los desmayos lánguidos del “tango"
o las contorsiones africanas de la “matchicíhe".
Sin ello, ¿qué señorita bien, qué señor que se res-
pete, sería capaz de resignarse a comer y beber!
Tal costumbre — ^y no olvidemos que el hombre,
según graves pensadores, es un animal de costum-
bres — debe tener su origen en Estados Unidos
de Norte América, pueblo joven y violento, aman-
te de los “sports" hasta en la comida, y para el
cual, como para el caballero del romance: “mi des-
canso es el. . . bailar". De ahí un nuevo heroísmo,
La Buena CosKcm.
47
muy nuestro, que no se diferencia en sustancia de
los demás heroísmos que pueblan de brillantes pá-
ginas la historia. Un cruzado diría : hoy maté diez
infieles ; un misionero : hoy conquisté diez almas ;
un jorren contemporáneo dirá, con tanto derecho
a sentirse halagado: hoy bailé diez “fox-trots”.
Cambiará el objeto inspirador, pero el héroe es
siempre el mismo. Y el héroe de hoy es ese niño
de saco entallado y cabellera almidonada, o esa
chica descotada y elástica que creen que la vida
no tiene otro objeto que dar vueltas, y vueltas, y
más vueltas. . .
¿Qué es lo que se busca? Una sola cosa: olvi-
dar. ¿ Qué significa esa fiebre de movimiento, esa
epilepsia que castiga por igual los músculos afi-
nados y los nervios sutiles y vibrátiles? Nada más
que vivir sin sentir la vida, en una especie de
embriaguez, de anestesia, de inconsciencia. Es te-
rrible el miedo que el hombre le. tiene a la vida.
En vez de gustarla lenta y sibaríticamente, de
adentrarse a paso tardo y seguro en su selva obs-
cura, sólo busca ignorarla, pasar por ella sin de-
jar un surco abierto, como una sombra huyente y
efímera. Unamuno sostiene que lo más poderoso
en el hombre es el ansia de inmortalidad. Una-
muno generaliza demasiado y cree que su nobi-
lísima inquietud es la de todos. Y se equivoca.
Lo que el hombre busca, lejos de “persistir", es
“no ser". Teme encontrarse frente a sí mismo,
solo consigo mismo, y no hace nías que inventar
juegos con qué aturdirse, con qué olvidar que
48
ALBISITO liASPIiAOES
existe. Ninguna tragedia igual a esa, que envuel-
ve al hombre, doloroso y triste, a pesar de sus
locas piruetas, en una atmósfera gris y pesada.
Es la tragedia de la especie, la mueca rígida fija
en todos los rostros. Comamos, pues, y bebamos
y bailemos, porque mañana moriremos. Es decir,
porque ya estamos muertos. . .
Febrero de 1923.
OPINIONES
ALMAFÜERTE
El primer mérito que debe reconoceise a este
gran poeta americano que acaba de desaparecer,
es el de la intensa y brillante personalidad lite-
raria que lo aísla como una cumbre hoscamente
erguida entre la hojarasca de la pfroducción gene-
ral, mareada por el hondo y nivelador sello de la
época. Por que si por su vida fué en toda ocasión
un inadaptado al anibiente en donde vivió, — como
lo hubiera sido en cualquier otro por la modali-
dad especialísima de su idiosmcrasia intelectual,
— también su obra ofrece el vértiee agudo de esa
misma inadaptación que enciende en todos sus es-
critos formidables llamaradas purificadoras, vas-
tos incendios expiatorios. Una idealidad delirante
y sin reposo dió un fervor apostólico a sus estro-
fas excelsas, encauzadas dentro de austeros rit-
mos, y sonoras como las trompas del pueblo electo
que derrotaron en polvo las fuertes murallas de
Jericó. Nadie sufrió como él en sus entrañas ator-
mentadas, el espolazo profundo de las miserias
humanas, y nadie tampoco sintió como él un Amor
ferviente y casto por todos los claudicantes, los
52
ALBEBfO LASFLACES
perseguidos por la justicia, los miserables de es-
píritu, glorificados por las bienaweaituranzas me-
siánicas. Lírico y fragoroso como un profeta bí-
blico ante la intuición suprema de un derrumba-
miento, supo dar a su voz todas las inflexiones de
la cólera, la hizio recorrer en toda su armoniosa
vastedad, la rica gama del yambo y de la impre-
cación. No conoció un desmayo, no concedió paz
a su lira que manejó como una espada y con la
cual Hbró, ,a semejanza del iluso caballero die la
Mancha, fabulosos combates contra gigantes ima-
ginarios y traicioneros follones.
Por la finalidad y la sustancia medular de su
obra poética, y por la técnica primitiva y robusta
de su verso, fué Almafuerte un romántico, es de-
cir, un retrasado dientro de la lírica del momento
histórico en que vivió. Por eso — además de por
su mérito intrínseco de innegable esplendor, —
hubo de destacarse bien pronto con propios relie-
ves y hubo de imponerse por su audacia y su fir-
meza. La poética castellana evolucionó durante los
últimos lustros del siglo XIX a impulsos de los
discípulos de los cenáculos die Lutecia, hacia la
finura del sentimiento y la gracia y la suavidad
de la expresión. Una verdadera ola de buen gusto
sustituyó las elucubraciones detonantes del ro-
manticismo, falso y exagerado casi siempre. Bus-
cóse más que a la metáfora deslumbradora y al
coneepto genial, el matiz impreciso, el semitono
agradable y oportuno, la aristocracia do la pala-
bra selecta. A los pesados poemas de innumerables
La Buíina Cosecha
53
estrofafi, eueedieron las pequeñas y jugosas com-
posiciones en las cuales a la verbosidad elocuente
y vacia, se opuso la penumbra del símbo^lo y el
encanto misterioso de la insinuación. La poesía se
hizo así menos salvaje y desordenada, más culta y
más íntima. Almafuerte, encastillado’ dentro de la
impenetrable coraza de su poderoso subjetivismo,
no sufrió ninguna influencia de esas corrientes li-
terarias y fué siempre el mismo, inacoesible como
San Antonio en el desierto a la ardiente seduoción
de la carne desnuda. Por temperamento y por vo-
luntad, clausuró su alma, como un huerto cerrado
a todo aquello que no fuera el ansia que lo ator-
mentaba, hasta el punto de triunfar en él, como
en los dementes, la obsesión lacerante de la idea
fija. Los bellos espectáculos de la 'Naturaleza no
encontraron ante su ceguedad más que granítica
indiferencia, más que humiEante desdén. No pudo
desprender ni un solo instante el oro divino de la
belleza pura, de la mística preocupación de una
quimérica perfectibilidad humana que lo hizo as-
cender por una escala alfombrada de rosas y espi-
nas : rosas de alegre esperanza, ricas en dulce miel ;
espinas de realidad, inagotables de acibar. . .
Almafuerte puede, pues, clasifícarse entre los
poetas de combate, que han usado su estro, prefe-
rentemente con un nobilísimo fin de mejoramiento
humano. Su perfil indomable es el de un apóstolj
el de un vidente. Sus versos cantan por la mag-
nífica cadencia que le imprimen el ritmo y la rima,
pero las ideas que expresan son de piedad o do
odio, según sean inspiradas por los dolores de los
54
Alberto I^sflaoeb
humildes o la soberbia insultante de los podero-
sos. Su concepto de la Humanidad es ingenua-
mente cristiano, sin matices. Divídela en dos gran-
des grupos definidos y extremos; une de ellos
digno de todos sus loores; el otro, blanco de todas
sus diatribas: buenos y malos. Jehovah y Luzbel
se esconden tras esa visión primitiva y simplista
que llena las pupilas estáticas del gran cantor y
que le arranca sus caricias más compasivas y .sus
más huracanadas indignaciones. Su musa es altiva
y varonil siempre, .estando mucho más a sus anchas
en la blasfemia que en el suspiro. Así también fue
su vida : de una sola pieza, Pudiendo haber sido
halagado por todos los honores mundanos, prefi-
rió su aislamiento hostil y paupérrimo, desde el
cual se le adivina como a una austera figura del
mundo antiguo. Sus actividades las dividió entre
la escuela y el arte : fue maestro y poeta, dos de
las más positivas y brillantes tareas culturales que
pueden dignificar una vida humana. En ambas
se destacó bien netamente sobre la mediocridad,
con rasgos propios e inconfundibles, con los cua-
les penetra hoy en la inmoortalidad. Fue una ver-
dadera cumbre por la orientación moralista de su
obra, por su manera personal y deslumbradora y
por su vida purísima, inmaculada de toda sospe-
cha.
La técnica de los versos de Almafuerte tiene el
mismo sabor de fruta silvestre que la idea que los
desborda. Huye, en ella de los ritmos difíciles y
complicados, impropios para la expresión de su
pensamiento tumultuoso y fuerte : vaso de cristal
La Buena Cosecha
55
de roca para contener ese licor impaciente, todo
savia. Sus estrofas están talladas en cadencias vi-
piles y enérgicas, en las cuales hay que señalar
los acentos con i nf lexiones inacostumbradas, lo
que les presta una armonía original y bárbara.
Suenan así, declamatorias, interjectivas y resulta-
rían pedantes si no las salvara la estupenda or-
questación que las anima, el soplo místico que las
ennoblece. Muestra preferencia por las frases cor-
tas, encerradas en un ritmo, y igusta hacer repeti-
ciones quie a veces afean el verso por lo innecesa-
rias y violentas. Pero con esos elementos logra
efectos auditivos verdaderamente insuperables y
llega a seducir hasta los menos amantes de sus
polifo-rnías estruendosas. Tanto lo son, que es im-
posible leer a Almafuerte en silencio y para sí:
desde los primeros compasa invita a alzar la voz
como para que la fascinación penetre hasta el pen-
samiento por la doble senda de los ojos y de los
oídos. Y así, hasta el grito, hasta el entusiasmo
desbordante, hasta el ademán nervioso y teatral. . .
Almafuerte no hizo escuela. Dejó admiradores
devotos e irreductibles, pero no quedan discípulos
tras el maestro desaparecido. Tal fenómeno es ló-
gico. La poética se ha encaminado hacia otras ru-
tas y no ha sido suficiente el genio de este gran
aeda, para hacerla retroceder hasta las viejas
fuentes, hoy secas. Su manera, como su visión de
las cosas, son suyas exclusivamente y de nadie
más. Las preocupaciones contemporáneas, que son
las que gestan el arte de cada época, dan hoy a
las liras otros motivos, que se escancian en otras
56
Alberto Lasplaoes
formas. Hasta, los que combart.eu por los mismos
ideales que Almafuerte, le sooi totalmente distin-
tos, mo sólo en la técnica sino también en los con-
ceptos, en que son más sobrios, más concretos,
menos vagos y artificiosos, menos exclusivos y
más humanos. Esto no quiere decir que Aimafuer-
te pasaará como tantas otras famas superficiales
que apasionaron un día. No. Su obra, su espíritu
excepcional seguirá viviendo muciho tiempo aún.
He ahí la única superioridad real a que podemos
aspirar: a sobrevivimos. El que no lo logra, es
porque ha sido una cifra común igual a toda.s las
otras. Almafuerte, seguirá siendo siempre el gran
poeta de las más generosas reivindicaciones, una
fuerza en acción y en marcha, el formidable cla-
mor de la carne herida por los brutales zarpazos
de la miseria, de la barbarie y de la ignorancia.
El silencio no tenderá sobre su tumba augusta los
pliegues oscuros y pesados de su túnica. Su verbo,
resplandecerá eternamente, embriagando las bocas
jóvenes, ávidamente sedientas de Justicia y de
Amor. . .
1919.
CRÍTICA A UN CRÍTICO
¿Puede admitirse siquiera por un momento como
crítica literaria la que viene haciendo Luis Bona--
foux desde hace unos números en las columnas
de “Mundo Argentino”? Evidentemente, no. No
sólo hay que considerar al Arte con más variada
y más profunda comprensión, sino que es impo-
sible admitir que los ner\áos, la bilis, o simple-
mente, la “pose”, presidan nuestro juicio acerca
de las obras del intelecto que deben contemplarse
desde otras alturas. La invitación casi amable que
hace Bonafoux a los literatos rioplatenses puede
traducirse así: “envíenme sus libros, señores, que
los voy a reventar”. Los primeros han caído en
la trampa, Pero esos mártires, que gozan de exce-
lente salud, a pesar de las pavorosas intenciones
del crítico homicida, servirán de ejemplo. Bona-
foux se ha encargado de torpediear las mismas
naves que confiadamente iban hacia él. Antes de
mucho se encontrará sin tema, pero eso no lo ape-
nará. Si no lo puede hacer individualmente, reven-
tará a todo el mundo en colectividad. La cuestión
58
AliBEBTO LASFLAOES
es “reventar”. Haya venido bien o mal, Bonafonx
no ha heeho otra cosa en toda su vida . . .
i Qué debe ser la crítica literaria? Algunos la
entienden coBttO elogio; otros, oomo censura. Sin
embargo, crítica no es elogio ni censura, y ni si-
quiera su término medio como podría fallarse
cómodamente sin decir nada y dejando satisfe-
chos a todos. Criticar es meditar, comprender,
amar, tres verbos distintos que eonicurren a un
solo fin como tres notas en un acorde. El vara-
palo de Bonafoux resulta oontraproducente y ri-
dículo en una tarea que exige ante todo serenidad
espiritual, compenetración psicológica, capacidad
afectiva. Bonafoux construye crítica literaria apli-
cando los mismos métodos que emplea en la crí-
tica social. ¡ Error inmenso ! Son dos mundos abso-
lutamente distintos, antagónicos a menudo. No
sostendré la tontería de que el Arte está fuera de
la vida. No ; no es sino un aspecto de ella, el más
steductor quizá. Pero la vida no es una realidad
tan unicorde para que sea lícito encararla siem-
pre con el mismo criterio’. De ahí que Bonafoux,
que es un apreeiabilísimo censor de vicios y pa-
siones, un polemista valiente y corrosivo, fracase
sin levante, cuando intenta penetrar en ese otro
mundo del Arte, en el que las cosas suceden de tan
distinta manera.
Bonafoux no acierta en la crítica porque tam-
poco acierta en el Arte. En su artículo sobre Díaz
Usandivaras, elogia a éste, casi exclusivamente
cuando su verso “ha tenido acentos viriles para
La Bubna Cosíoha
59
la canalla”, y máa adelante acaricia a Ghiraldo
porque ‘‘mira y canta los grandes ideales huma-
nos”. He ahí el sectario cerrado a cal y canto para
todo aquello que no sea la idea única que le pre-
ocupa y absorbe. Si el Arte es belleza, tcómo eir-
eunscribirlo a un limitadísimo número de espec-
táculos?; si es emoción, ¿cómo negarlo a la gama
infinita de sensaciones, de matices, de armonías
interiores? El Arte tiene su razón en sí mismo;
encastillarlo dentro de un fin que le sea extraño
es deformarlo. Bonafoux, áspero luchador, consi-
dera al Arte apreciable únicamente cuando puede
servirle de arma eficaz y de medio de propaganda.
No creo que sea necesario gastar muchas palabras
para probar lo insostenible de esa posición; basta
con meditar un momento en la obra de lo*s más
grandes escritores y con depurar el concepto de
la obra artística devoliviéndole su propia digni-
dad y su autonomía sustancial, sin la que no sería,
como lo es, uno de los más poderosos agentes di-
námicos de la vida humana. Sostener que sólo el
Arte de misión combativa es fecundo y recomen-
dable, es demostrar que no se comprende o no se
quiere comprender su esencia y que se ignora su
destino. Es, además, clausurar ante el espíritu
eternamente ansioso de elevación y de belleza, las
más ricas fuentes de inspiración y de armonía, los
más vastos y suntuosos panoramas que pueden de-
leitar las pupilas, las cadencias más íntimas que
pueden arrullar loe ensueños.
Bonafoux tiene, pues, una idea inadmisible del
60
Alberto Lasplaces
Arte y de la crítica. Pero eso n,o es lo más censu-
rable. Lo que más lo inhabilita ©orno catador lite^
rario, es su afán, — que no le hace mucho honor, —
de buscar lo pequeño, el detalle como base de sus
juicios, con criterio de dómine de viejo cuño. Por
eso, todas las bellezas del libro de Horacio Quiro-
ga han estado ausentes para él. Con un espíritu
desbordante de estrecha malevolencia, se ha lan-
zado a la caza del vocablo de gusto dudoso o de
significación inesperada, del giro — para él — ex-
traño. Pero no ha penetrado en la médula misma
de la obra, ni ha hecho justicia a sus méritos ex-
cepcionales. Quien haya leído la crítica de Bona-
foux sin conocer el libro de Quiroga tendrá dé
éste la más triste de las opiniones y creerá que sus
cuentos son un rosario ininterrumpido de extrava-
gancias, de exotismos enfermizos, de pavadas tras-
cendentales. Por suerte para las letras rioplaten-
ses, hay mucho más de bueno en la obra de Qui-
roga sin haber sino muy poco de eso. Nuestro ce-
lebrado literato tiene dotes de psicólogo, de pai-
sajista, de narrador que permanecen íntegramen-
te en pie a pesar del roer de don Luis. De este
modo, la misión que parece debe Uenar el crítico,
de orientar al lector, no sólo se desvirtúa con se-
mejantes demasías, sino que se hace totalmente
estéril. La censura envenenada, esgrimida como
procedimiento uniforme, se convierte a la larga en
un espantajo inofensivo, y como las amenazas
mucho tiempo pendientes concluye por hacer reir.
No creo, por eso, que la crítica de Bonafoux — ^para
La Bxtena Cosecha
61
muestra ya basta — obtenga en nuestros ambien-
tes el resultado más insignificante. Su acostum-
brada virulencia ba errado el golpe y su estocada
se ha perdido en el vacío. Criticar no es dejar el
campo lleno de cadáveres como parece entender-
lo este nervioso espadachín. Mi concepto — y el de
los que piensan bien, — es el mismo de Ortega y
Gasset en el prólogo de sus “Meditaciones del
Quijote”: “Creo que no es misión importante de
ia crítica tasar las obras hterarias, distribuyén-
dolas en buenas o malas. Cada día me interesa
menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy pre-
firiendo ser su amante.-”
1917.
RAFAEL BARRETT
La aparición de un libro de Ratfael Barrett, es
siempre un acontecimiento de primer orden. Ja-
más olvidaremos en nuestra vidia, por larga que
sea y por cataclismos que la agiten, y por preocu-
paciones que la absorban, el deslumbramiento que
nos produjeron sus primeras prosas formidables,
aparecidas en “La Razón" y firmadas por dos ini-
ciales misteriosas: R. B. Pronto se supo quién era:
un escritor español que se moría tuberculoso en
la Casa de Aislamiento. ¿Este hecho contribuyó a
aumentar su popularidad? Quizá. Los públicos
perdonan muchas veces el talento al precio de po-
der ser compasivos. . . Si bien no era nuestro,
porque sus ojos vieron por primera vez la luz bajo
la mirada de otros cielos, era en verdad nuestro
hermano espiritual, — mucho más hermano que la
mayoría de los que nos rodean, — y en su triste
peregrinaje por el dolor, herido de muerte como
un vaso roto, pudo brindarnos el perfume turba-
dor y único de las últimas flores de su espíritu.
Barrett fué uno de esos hombree prodigiosos a
los que las hadas — como en los cuentos azules —
64
Alberto IiAsflaces
únicamente supieron conceder gracias. No sólo fné
un filósofo extraordinario y un poeta eximio y un
apóstol incansable. Fué «también matemático ilus-
tre y músico inspirado. De toda su vasta y poli-
forme creación, conocemos sobre todo sus artícu-
los, convertidos en libros por manos devotas y res-
petuosas, sus artículos que pasmaron de sorpresa
y estremecieron de entusiasmo, y se destacaron
inmediatamente con propia luz sobre la desespe-
rante banalidad de nuestra prensa diaria. ¿Quién
era ese que se permitía pensar, profundizar, ana-
lizar? ¿Quién era ese extraño vidente que, vibran-
te de intuición y de profecía, tenía comentarios
amargos para nuestras lacras e ironías amables,
pero mortales, para nuestras vanidades? ¿Quién
era ese que miraba pasar la vida, ajeno a la ola
humana que todo lo arrastra, y qqe nos catalo-
gaba tan exactamente, iluminado por una mila-
grosa luz interior que le permitía leer el fondo de
las almas y descifrar el enigma de las cosas?
Nuestra América hispana no ha producido filó-
sofos. Sus hombres geniales, dinámicos por natu-
raleza, no han tenido tiempo de entregarse a la
especulación pura, ni al comentario profundo de
la vida. Espoleados por el clima social, fueron sol-
dados, plasmadores, no críticos; fuerzas desborda-
das, no energías serenas y en caaice. Las pampas
desiertas, los Andes titánicos, las selvas vírgenes,
han florecido rimadores y guerreros. Era necesa-
rio un espíritu de otro ambiente, acostumbrado a
la mirada tranquila y penetrante y al concepto
La Buena Cosecha
65
frío y afiado para descubrir en nuestra vida hilos
invisibles que se nos vedaban. Por eso es que
desde el primer momento en que vino de Europa,
hasta que le llevó el vapor a morir frente a la
playa azul de Areaehón, participó en nuestras in-
quietudes, pero de un modo muy /distinto a cómo
lo hacíamos nosotros mismos. Siempre estuvo so-
bre nuestras disputas estériles y enconadas, pero
muy cerca de nuestro dolor real ; lejos .de nues-
tras agresividiades suicidas, pero en íntimo con-
tacto con nuestras ansias. Su voz llegaba como
de lejos, ennoblecida por una fragancia miste-
riosa, serena -siempre como la de un hombre que
sabe que va a morir y que se envuelve lentamente
en el manto que le servirá de sudario-, y mira cara
a cara, sin turbarse, a la sombra que lo espera. . .
Gentes hay, elegidas por la fortuna, que niegan
que exista en América eso que han dado en llamar
“problema social”, es decir, la lucha entre la mi-
seria y la opulencia, la indigencia y el despilfa-
rro. Nadie, después de leer los libros de Barrett,
sobre todo “El dolor paraguayo”, “Lo que son
los yerbales”, y “El terror argentino”, se atre-
verá a sostener semejante monstruosidad. Si el
conflicto no ha alcanzado los relieves brutales que
ha adquirido en el viejo mundo, es porque en
América las masas no tienen todavía la concien-
cia de sus derechos, ni son capaces de defender
su personalidad del inicuo despo jo de que son víc-
timas. ¿Dónde hay, en el Infierno- dantesco, uü
suplicio comparable al de ese yerbatero, cuyos
5
66
Alberto Lasplaoes
huesos blanquean en medio de la selva? ¿Qué pa-
eaxá cuando ese esclalvo moderno se rebele y se
niegue a c-ontribuir con la sangre de sus venas a
aumentar la fortuna de los privilegiados? Améri-
ca paga en amargura la nobleza de su origen.
Somos hijos de la civilización transatlántiea.
Nuestros padres, sobre las frágiles y audaces cara-
belas, nos trajeron su lengua, sus costumbres y sus
instituciones. Sus flores y sus detritus. Hoy el
maravilloso brazo eléctrico une los dos continen-
tes y viola to<do6 los secretos, y nos llegan a miles
los barcos, llenois los vientres de sus riquezas y
desbordantes los puentes de sus muchedumbres
ansiosas. Se trasborda Europa a América, ¿Cómo
se quiere evitar que nos desembarquen sus lacras ?
Casi toda la obra de Barrett fué concebida para
el periódico. Nada o casi nada produjo para el
libro. Su ansia generosa de redención humana
hizo que prefiriera como tribuna esas blancas
hojas, llenas por lo general de vaciedades, que pe-
netran hasta el fondo de todos los hogares. Tal
concesión a las circunstancias, en vez de rebajar,
enalteció sus cualidades de un modo incomparable.
Buriló artículos como finas joyas sin precio. Fue
maestro en la prosa. Nadie más breve, conciso y
elocuente. Tuvo el don de la 6Íntesi& Lo que otros
dicen en libros, él reconcentró en frasee. De ahí
que su prosa sea un explosivo terrible y no haya
defensa contra su penetración y su luz. Eligió
temas triviales para hacer más accesible su anar-
quismo a las almas tímidas y para despertar de
La Buena Cosecha
67
6U sopor a los indiferentes. En un estilo tranquilo
y armonioso, sereno y suave, por donde corre una
música invisible, dijo cosas formidables, y hay
en él relámpagos de furor contra los potentados
de la tierra, hay sátira cruel e implacable que
deja hilos de sangre tibia por donde pasa, y hay
también conmiseración y tolerancia por los peca-
dos que nos deforman y los orgullos que nos ence-
guecen. Desde su forzado aislamiento, pensativo
como un Dios, fue tallando gemas prodigiosas. No
fue ni un triste, ni un escéptico, ni un pesimista.
Al contrario. Una gran esperanza ideológica late
en toda su obra, y hasta cuando empieza lanzando
un j^ito de dolor, termina por una sonrisa que es
una promesa. Todo lo que salió de su pluma fué
una lección de energía, una afirmación del porve-
nir, un asalto a la sombra, un relámpago de la
espada de Miguel sobre la derrota de Satanás.
Su obra hablará siempre por^. A pesar de ser
casi esencialmente periodística, y por lo tanto de
oportunidad, sus verdades serán eternas. Su ma-
nera inimitable de emparentar el más insignifi-
cante hecho de la vida vulgar a las altas razones
sociales de donde parte, hizo de su literatura una
escuela de fílosofía de la vida con aplicaciones im-
perecederas. La rama que se mueve, el niño que
nace, la mano que asesina, son espectáculos que
no nos atraen en lo más mínimo. Pero para Barrett,
esos fenómenos ante los cuales pasamos ciegos o
distraídos, son fuentes de magistrales observacio-
nes, punios de partida de curvas pasmosas, claros
68
Alberto Lasflaces
estallidos en la gran nebulosa del pensamiento
contemporáneo. La enfermedad que lo fué ago-
tando poeo a jK)eo, no le entenebreció el cerebro ;
al contrario: pareció agigantarlo, depurarlo. He
ahí a los cretinos, sanos y fuertes, discurrir por las
calles — ¡animalidad feliz! — con la rica sangre
roja que les erepuseuliza las mejillas. He ahí los
mtÍBieulos fuertes y la carne sana y bella mante-
niendo cerebros petrificados e inteligencias amor-
fas. Y he ahí los pri-vilegiados del talento arras-
trando cuerpos míseros y claudicantes, castigados
perennemente por el látigo incompasivo de la ma-
teria impura: Pascal, Leopardi, Chopín, Guyau,
Verlaine. . . Protestemos contra la Naturaleza, que
si es madre es también madrastra.
Los amigos de los casilleros jweguntarán :
¿cómo clasificar a Barrett? Es muy fácil: fuera
de toda clasificación. Con un cerebro potentísimo
y una erudición inmensa, pudo haberse permitido
el lujo de edificar algún sistema original en socio-
logía, en filosofía o en arte. Pero, no ; se decidió
simplemente a comentar la vida. Señores de los
casilleros: fué un comentarista. Comentó la vida,
que es múltiple y una, en dondequiera que estuvo.
A pesar de las transformaciones sociales, el alma
humana es idéntica a través de los siglos. La
misma tragedia estremece los héroes de Esquilo,
los reyes de Shakespeare, los príncipes de Hugo,
los burgueses de Ibsen. Y en estos tiempos de in-
ternacionalismo, los hombres se van pareciendo
hasta en la superficie, de tal manera, de un país
La Botita Coskoha
69
a otro, de un continente a otro, que las fronteras
políticas no señalan más que el límite del manda-
to de los gobiernos, el punto donde termina la
influencia de unos hombres 7 empieza la de otros
hombres. Nada, en sustancia. Fue un místico, por-
que huyendo de las fácil^ respuestas puramente
racionalistas, se sintió palpitar en profundidad
como un átomo d© todo lo creado, de la misma
clase de todo lo creado, y sintió en él la agita-
ción maravillosa del Todo, y vivió la vida preco-
nizada por Guyau, aumentándola en extensión y
en intensidad, con la generosa hidalguía de quien
da todo lo que tiene sin guardar nada para sí. Ese
misticismo abrasó su alma selecta y lo armó caba-
llero del ideal, a semejanza de los antiguos pala-
dines de la leyenda, y lo llevó a la arena de la
lucha a combatir por una dama de sin igual be-
lleza y de purísimo linaje: Nuestra Señora lá'
Verdad.
Nació, vivió, muirió. De todos los hombres hay
que decir lo mismo. Pero, ¿qué significa la pala-
bra “muerte" al referirla a hombres como Ba-
rrett? No puede ser, de ninguna manera, olvido,
aniquilamiento, silencio, como para los demás
que pasan sin dejar un surco profundo y perdu-
rable. Sus obras no son muchas, pero valen por
cien libros. Ellas se burlan de la muerte, más ro-
bustas en su aparente fragilidad, que la dura pie-
dra y el compacto diamante. Tienen la inmortali-
dad del pensamiento, la única que ha logrado vivir
70
Alberto Lasflaces
fuera del tiempo y del espacio, infventcible a todas
las conspiraciones. Creo fírmemeute en la justicia,
que tarde o temprano se hace a los hombres de
valer. Barrett triunfó entre nosotros:, y será siem-
pre -recordado con admiración y cariño. El nos
ayudó a vivir porque nos a3nidó a pensar. No todo
ha de ser negocio en la vida. Ya que la mayoría
tiene ruidosos honores para los guerreros y los
políticos, hay quien los rinde también más calla-
dos, más hondos y más sinceros a esos divinos
sembradora de estrellas, que desde la penumbra
de sus vidas han ofrecido lo mejor que en ellos
había, con un desinterés emocionante. Pero aquí
no hay ni debe haber bullicio ni farsa: sólo un
culto admirativo y profundo por el espíritu su-
perior y un fírme propósito de hacemos más bue-
nos y justos para que nuestros hijos, prolongacio-
nos de nuestras vidas, tengan menos que avergon-
zarse que lo que nos avergonzamos de nosotros
mismos, y puedan cumplir con su destino con me-
nos dolor y con más alegría, con más libertad y
con más belleza.
1919.
HENBY BERGSON
Henry Bergson, el más célebre de loe filósofos
de la Francia contemporánea, y posiblemente el
más original de todos los artistas del pensamien-
to en nuestro siglo, acaba de ser recibido con la
solemnidad de costumbre en la Academia France-
sa. Es ya, pues, uno de los cuarenta inmortales
que según el pensamiento de Ric'heUeu deben per-
petuar el honor y la gloria de la lengua gala a
través de los tiempos. Su voz lenta y clara ha re-
sonado llena de “nuances" delicadas bajo la bó-
veda augusta del palacio Mazarino, ante el audi-
torio más ilustre y comprensivo que es dable con-
cebir. No habrá extrañado tal auditorio el suave
maestro de austero perfil de monje laico. Hace
mucho tiempo que sus lecciones son famosas y
que el público acude a ellas a beber de sus labios
el evangelio de su filosofía nofvedosa y sugestiva
como un canto de sirena y arropada en una prosa
centellante y armoniosa, toda llena de gracia. Pri-
mero enseñó filosofía en el liceo de Angers; des-
pués en el de Clermont; más tarde en los colegios
72
Alberto Lasplaoes
de Rollin y Enrique IV. Su celebridad, que ee fue
formando sólidamente, sin apresuramientos, co-
mo las capas que envuelven a la tierra, lo llevó
en 1898 a una cátedra de Conferencias en la Es-
cuela Normal y en 1900 al Colero de Francia, el
primer centro de cultura oficial de la república.
En 1901 ingresaba en el Instituto, en la Sección
Ciencias Morales y Políticas, y en 1914, pocos me-
ses antee del estallido de la gran guerra, era ele-
gido miembro de la Academia Francesa para ocu-
par el sillón vacío de Emilio Ollivier, aquel polí-
tico de Napoleón III sobre el cual recaen muchas
de las responsabilidades del desastre de 1870. El
mismo día que Bergson, fueron también elegidos
académicos Alfredo Capus, el conocido comedió-
grafo, y Fierre de la Oorce, un imponente histo-
riador. La guerra retrasó su recepción, que se vie-
ne a celebrar recién, casi a cuatro años de su elec-
ción. A René Doumic, cupo el honor de saludar
al nuevo inmortal y exponer sus méritos ya de so-
bra conocidos. Sólo resta la consagración definiti-
va de la muerte para que el nombre de Bergson
no se olvide jamás . . .
Desde el comienzo de sus cursos en el Colegio
de Francia, el auditorio de Bergson, que era casi
exclusivamente el de la juventud universitaria,
se transformó totalmente. Sus lecciones se convir-
tieron en un espectáculo de moda y las mujeres
llenaron los escaños. Muchas damas elegantes ha-
cían ocupar sus asientos por sus lacayos varias
horas antes de la fijada para su comienzo, con ob-
La. Bueka Cosecha
73
jeto de no perder una palabra del filóeofo. Lo
cual sirvió para que algunos espíritus un poco
malévolos afirmaran que su filosofía era sólo un
simple juego de palabras agradables, propias pa-
ra distraer el ocio de las mujeresi. Esta fama de
filósofo mundano y “boulevardier” lo ha perjudi-
cado sin duda, pero sería una ingenuidad imper-
donable juzgar sobre el valor de su obra, “a prio-
ri”, solamente por el público banal de sus confe-
rencias. Las teorías de Bergson han ido mucho
más allá de los lindos oídos que han escuchado
su misma voz, y han sido lo suficientemente diná-
caieas para remozar el viejo dominio de la espe-
culación filosófica, aportando soluciones persona-
les a las incógnitas básicas del Universo y desco-
rriendo nuevos panoramas frente a las siempre
abiertas, ansiosas y vibrantes pupilas del espíritu.
Ante todo la filosofía bergsoniana representa
una reacción poderosa y firme contra las escuelas
triunfantes en la segunda mitad del siglo XIX:
el positivismo de Comte, el agnosticismo de Spen-
cer, el empirismo idealista de Taine, el monismo
de Haeckel. Con Renouvier y Boutroux ha librado
un combate, en el que parece vencedor, a favor
de la metafísica, cuyo “de profundis” se había
entonado con tan inquebrantable seguridad. Esa
reacción del esplritualismo, no es más que uno de
los aspectos de la ley fatal del ritmo que preside
las oscilaciones del pensamiento y que no admite
sino una pleamar y una bajamar, inexorablemen-
te. El positivismo materialista se agotó en algu-
74
Alberto Lasplaces
nofi lustros de prodigiosa fecundidad, y Jos hom-
bres, siempre en pos de la misma quimera desde-
ñosa, se han lanzado por otros caminos, espolea-
dos por la misma esperanza de llegar a descubrir
el secreto de la vida, que se les escapa todas las
veces de entre las manos, como una niebla sutil
e irónica . . .
Conforme otros filósofos han sustentado sus sis-
temas sobre la Estética, la Lógica o la Moral,
Bergson parte de la Psicología y entra en la Me-
tafísica, en cuyos dominios se mueve con toda fa-
cilidad. Eecién en ‘^La Risa” apunta una auro-
ra de Moral que parece querer afirmar en la Es-
tética. Dos definiciones sustanciales, dos ro.bustos
puntos de apoyo sostienen toda la estructura de
su sistema; su original concepción del tiempo du-
rable distinto del tiempo espacial y su hallazgo
del “yo profundo ” — el “ yo ” subliminal de
William James — lleno de misteriosas sorpresas.
Estamos, pues, en un terreno absolutamente filo-
sófico en la clásica significación de la palabra, de
pura especulación cerebral, y operamos, en un
caso, con uno de los principios generales y extra-
físicos, y en el otro nos introducimos en las tinie-
blas insondables de la subconciencia. Toda la filo-
sofía de Bergson se desarrolla en dualismos que
lo llevan al final, aunque por nuevos medios, al
viejo dualismo de los espiritualistas. Desde Kant
se suponía que no hay otro conocimiento que el
científico ni otro medio de conocimiento que la
inteligencia. Este postulado, que llegó a adquirir
La Buena Cosecha
75
la fuerza de un dogma, fue ampliado pero no des-
mentido por las escuelas siguientes. La unidad
fenomenal y la limitación que imponían loe ór-
ganos receptivos capaces de muchas repeticiones,
pero no de nuevas interpretaciones, dieron pie a
la creencia de que todo en la Naturaleza está re-
gido por leyes uniformes. Un aforismo de Taine
sintetiza esa tendencia: “L’univere, tout entier
dérive d’un fait génóral, semblable aux autres, loi
génératrice d’ou toutes les autres se déduisent”.
El alma volvió a confundirse con el cuerpo, con-
siderada como una simple emanación de la mate-
ria y casi comprendida dentro de la fisiología. La
filosofía, compenetrada del método físico-matemá-
tico dominante en las ciencias, trató de explicar
todos los fenómenos con los mismos razonamien-
tos, siguiendo el ejemplo de Comte. Para los fenó-
menos del espíritu se llegó a sistematizar una cien-
cia nueva, la psico-fisiología que pareció, en una
hora de esperanza y de optimismo, llenar el gran
abismo que había dejado el alma ausente. En
cuanto a las incógnitas primeras y últimas — tan
queridas a la dialéctica de los metafísicos — el
positivismo tuvo el d^dén del que se cree impo-
tente para abordar una empresa superior a sus
fuerzas. Su lema fue: no hay que intentar la lo-
cura de violar el misterio.
Bergson ha vuelto por los viejos valores desde-
ñados, con una confianza bien gallarda, y helo ahí
por el camino empedrjido de sombras, interrogan-
do a la muda esfinge. Comienza por distinguir dos
76
AliBEBTO LA.SPLAOES
clases de conocimientos: el científico y el filosó-
fico. En el primero se opera sobre la materia iner-
te, privada de movimiento, mensurable y ponde-
rable; la facultad psicológica que le corresponde
es la inteligencia, apta a la experimentación, al
razonamiento, al análisis y a la inducción. El co-
nocimiento filosófico se refiere a la vida misma,
dúctil, movible, cambiante, imprevenible; en este
terreno no hay deducciones ni determinismos ; el
conocimiento obra de dentro hacia fuera y su fa-
cultad psicológica es la intuición. El gran error
de los filósofos ha sido hasta ahora el de sistema-
tizar la filosofía de acuerdo con los principios
científicos, que son de un orden distinto. “Duran-
te mucho tiempo, — dice Bergson, — fué el filó-
sofo un hombre que para todo tenía respuesta, que
asentaba unos principios simples y deducía de
ellos la explicación de lo real y lo posible. Así
construía un sistema de hermosa arquitectura aca-
so, pero necesariamente frágil. Venía luego otro
filósofo, quien, con otros principios, labraba un
nuevo edificio sobre las ruinas del primero. Con-
cebida de esta manera la filosofía, corre el riesgo
de tener siempre que volver a empezar.” La cien-
cia no puede ver sino el exterior de las realidades
estáticas, por lo cual es imprescindible en el estu-
dio de los fenómenos de la materia, pero es to-
talmente estéril ante los fenómenos espirituales
que exigen una mirada profunda que vaya hasta
el corazón mismo de la realidad y que sea capaz
de adaptarse a las oscilaciones de la vida.
La Bttena Cosecha
77
Conforme hay dos clases de mundos ante el co-
nocimiento, Bergson distingue también dos clases
de tiempos : el tiempo de los viejos metafisácios, el
que marcan los relojes, homogéneo, vacío, divisi-
ble, que no es sino espacio en una sola dimensión,
y el tiempo real, el tiempo duración, el que vivi-
mos, heterogéneo e indivisible, dentro del cual los
estados de conciencia no son fatalmente correlati-
vos, no estableciéndose por lo tanto la relación de
causa a efecto que es uno de los dogmas de la
ciencia. Dentro de ese tiempo, actúa el recuerdo
puro, que es el que establece la relación de pasa-
do a presente y a porvenir, pero que desarrollán-
dose en el campo de la subco nciencia, deja de ser
recuerdo así como se cristaliza en una sensación o
acción, convirtiéndose de un modo instantáneo de
pasado en presente. De esa curiosa teoría, la más
importante pero la más abstrusa y difícil de toda
la filosofía bergsoniana, se desprende la compro-
bación de la libertad psicológica, no como un sim-
ple problema volitivo basado en la deliberación,
como el de los librearbitristas, sino como un an-
tagonismo ^ntre dos órdenes de realidades. El pri-
mer dualismo que parte de la diferenciación en-
tre la ciencia y la vida, pasa por el tiempo cientí-
fico y el tiempo vital y concluye por llegar a la
materia y al espíritu concebidos cOmo cosas com-
pletamente distintas. Bergson ha llegado así, por
una senda absolutamente propia, a reivindicar a
las antiguas escuelas abandonadas, que aceptaban
la clásica diferenciación entre el cuerpo y el alma
78
Alberto LílSPlaoes
aquél concebido como una acumulación de. mate-
ria inerte a la cual el alma imprime una vida
inteligente, que es o una chispa de la divinidad
creadora o un misterioso fluido extraño, si no a
la misma materia por lo menos a las leyes que la
rigen.
Bergson, aún declarándose enemigo de los siste-
mas en filosofía, no ha podido evitar el construir
uno. La originalidad de su posición frente a los
más hondos problemas de la vida psicológica, su
indiscutible penetración, su formidable dialéctica,
y el encanto de sus frases que endulzan mieles de
Himeto como a las de Platón, poeta de las ideas
puras, le conquistaron rápidamente un renombre
universal. Después de sus dos primeras obras:
“Ensayo sobre los datos inmediatos de la con-
ciencia” y “Materia y memoria”, su profunda
originalidad triunfó de los obstáculos que le opu-
sieron las viejas escuelas, ya en su ocaso. Pero
sólo con Le Dantec se permitió discutir, en una
controversia que interesó a todo el mundo cientí-
fico y filosófico. Pronto se encontró a la cabeza de
un «verdadero movimiento anti-intelectualista y
anti-materialista que alimentó en las nuevas ge-
neraciones el ansia de la renovación. Su nombre
fuá erigido como una bandera por todos los ene-
migos de las tendencias positivistas y empíricas
que tanto camino hicieron a fines del siglo pasa-
do. De ese entusiasmo desbordante, da idea la ne-
cesidad en que se vió hace muy pocos años el Sa-
cro Colegio, de poner en el “Index” de los libro.s
La. Buena Cosecha
79
proiiibidoe a las obras de Bergson, que muchos
católicos consideraban sinceramente como la base
de un próximo renacimiento religioso. En su nú-
cleo generativo, la filosofía <ie la intuición no es
otra cosa que la filosofía del instinto soberano,
tan calumniado, tan despreciado. La inteligencia
no ha de contrariar el instinto y debe acomodarse
a actuar en un plano diferente. No toda la vida
humana se desarrolla dentro de la esfera de la
intuición, pero sí su parte más pura y trascenden-
tal. “No es preciso, — dice Bergson, — ver en la
vida instintiva y en la vida razonable grados su-
cesivos de una misma tendencia que se desenvuel-
ve, sino las direcciones divergentes de una activi-
dad que se ha escindido, agrandándose; entre
alias la diferencia no es de intensidad ni de gra-
do: es de naturaleza.” Se llega así — según los
adversarios del bergsonismo — a una idea sustan-
cial de Rousseau, a la que constituyó la parte más
apasionante de la obra del gran agitador gine-
brino: que la inteligencia ha deformado la vida
humana quitándole su inocencia y su bondad pri-
mitivas. Juan Jacobo, basa sobre ese principio to-
da su filosofía, su moral, su sociología y hasta su
pedagogía. Su “retorno a la naturaleza” no es
otra cosa que la vuelta al instinto y — aunque
él no lo diga — dejar que la vida sea llevada
por la mano segura de la intuición. Bergson no
sale aún del terreno de la psicología, pero, ¿cómo
edificar una moral que no esté en consonancia con
ella? ¿Cómo orientar una conducta sino de acuer-
80
AIíBEBTO Lasplacks
do con principiofi que se acomoden a las impulsio-
nee omnipotentes del yo profundo? “La filosofía
de Bergson — dice Julien Benda, uno de sus más
agudos críticos — equivale a decir que ,el conoci-
miento humano, en lo que tiene de propiamente
humano, la inteligencia, es en la historia del co-
nocimiento no un término superior sino más bien
una detención, un accidente, un retroceso; y que
el hombre se eleva no al cultivar esa facultad
esencialmente humana, sino, por el contrario, sa-
liendo de ella y aspirando a una modalidad que
comparte con las otras especies.” íis cierto que
Bergson llega en su último libro, “La evolución
creadora”, a una armonización entre la inteligen-
cia y el instinto que formula de la siguiente ma-
nera después de un largo e interesante análisis
que no es posible seguir en un artículo: “Hay
cosas que la inteligencia sola es capaz de buscar
pero que por sí misma no encontrará jamás. Esas
cosas el instinto las encontraría, pero no las bus-
cará nunca.” Y más adelante: “La inteligencia,
por intermedio de la ciencia, que es su obra, nos
entregará cada vez más completamente el secreto
de las operaciones físicas; de la vidai no nos
aporta, y no pretende aportamos sino una tra-
ducción en término de inercia. Ella gira alrede-
dor, tomando del exterior el mayor número po-
sible de vistas sobre ese objeto, que atrae a sí en
lugar de entrar en él. Pero al interior mismo de
la vida, quién nos conducirá es la intuición, es de-
cir, el instinto que se hiciera desinteresado, cons-
La Buena Cosecha
81
cíente de sí mismo, capaz de reflexionar sobre su
objeto y de prolongarlo indefinidamente.”
jHe dado una idea siquiera medianamente com-
prenmble de la filosofía intuieionista de Bergson?
Lo dudo. Pocos sistemas han presentado mayores
dificultades para su exposición. La dialéctica me-
tafísica es extraordinariamente difícil a la síntesis,
y no hay que olvidar que Bergson es, antes que un
psicólogo y un metafísico un dialéctico, ante todo
un dialéctico, siempre un dialéctico. Hay que con-
siderar, después, su posición especialísima dentro
del dominio filosófico y la necesidad de adaptar-
se a su método personal, de libertarse por medio
de un esfuerzo inmenso, que no siempre resulta,
de la herencia espiritual que nos han legado los
demás sistemas, d^los prejuicios especulativos que
han dejado huella en nuestro cerebro, para pene-
trar en su mundo de la intuición donde las cosas
suceden de tan sorprendente manera. Su gran
novedad reside en el dualismo irreconciliable que
establece entre el mundo de los fenómenos de la
inteligencia y el de los fenómenos de la intuición
separados por un ancho abismo que no se colmará
jamás. Si la filosofía es únicamente la ciencia de Ja
vida, más especialmente, de la vida psicológica, la
extensión de sus dominios se reduce considerable-
mente. Y si en ella no se cumplen las leyes de cau-
salidad, de interdependencia, de determinismo,
concluye por no ser una ciencia sino una especie
de arte de fronteras vagas y finalidades impreci-
sas. La filosofía de Bergson es la negación de la
6
82
Alberto Lasplaoes
filosofía tal como se había considerado hasta aho-
ra. De ahí que sus discípulos lo eleven a la cate-
goría de los grandes renovadores del pensamien-
to, de un Descartes o un Kant. Según ella, el ins-
tinto es el que pu'edie llegar a comprender la vi-
da en profundidad y en amplitud. Por eso los poe-
tas, esos niños maravillosos y proféticos que ha-
blan impulsados por una fuerza interior que ellos
mismos desconocen y que traducen en símbolos,
son los verdaderos filósofos. Sólo los poetas pe-
netran en la esencia misma de las cosas “en mo-
vimiento" y disponen de brújulas misteriosas pa-
ra guiarse a través de las más cerradas tinieblas.
Por ese camino, ¿llegaremos a la primacía de los
instintivos sobre los intelectivos? Juan Jacobo
sonríe de nuevo con aire de vencedor. Si el edi-
ficio de la nueva filosofía ha de levantarse, no co-
mo obra de un solo pensador sino, como lo sos-
tiene Bergson, por el progreso acumulado por ge-
neraciones d'e filósoíos, en una unidad de conti-
nuidad, “una curva abierta que cada pensador
prolongará tomándola en el punto en que otros
la dejaron", ¿hacia dónde vamos? Si en el reino
de lo subconsciente se dictan las verdaderas le-
yes de la vida y no tenemos todos la misma capa-
cidad intuitiva para conocerlas y emplearlas, ¿no
llegaremos a la necesidad del “médium", del in-
dividuo especialmente dotado de una aguda pe-
netración psicológica, de una verdadera facultad
de adivinación, que no otra cosa parece ser la
intuición consciente? ¿No se volverá a poblar el
La Bukna Cosecha
83
•mando de los vanos fantasmas de los que creíamos
habernos librado para siempre? Si la personali-
dad humana vive en un medio totalmente mate-
rial, conducida por solicitaciones inmateriales que
parten del yo profundo sin saber por qué ni para
qué, i de dónde hacer surgir la génesis de ese
impulso sino de una fueza invisible, impalpable,
omnipotente, sabia, infinita, es decir, poseedora de
todos los atributos que presta a Dios la teología
tomista? ¿Volveremos a las supersticiones y a las
idolatrías, y tendrán razón los católicos que con-
sideran la filosofía de Bergson como el punto de
arranque de una nueva religiosidad en nada dis-
tinta al misticismo que forma la estructura de las
religiones positivas? Nada se puede adelantar,
aún cuando todo eso sería lógicamente posible.
Puesto en un terreno dado, el espíritu humano
obedece a la misma ley que mueve a los cuerpos
que se deslizan por una pendiente. Del raciona-
lismo comtiano se llegó, por etapas sucesivas, al
materialismo absoluto de Buchner. Del intuicio-
nismo bergsoniano se puede llegar muy bien a la
creencia en la divinidad y de ésta a la necesidad
del culto y del sacerdocio. La psicología sigue
siendo una ciencia árida y brumosa, hostil a la
fina labor del análisis, cuyo escalpelo se hunde
siempre en superficies inconsistentes. Por eso es
que con el auxilio de la dialéctica pueden erigir-
se sobre ella todos loe sistemas que se quiera, dán-
doles mayores o menores visos de realidad. Berg-
son trata nada menos que de negar el relativismo,
84
Albeeto Laspiaces
afirmando que no concnerda con la intuición. ¿Pe-
ro, no es la intuición un fenómeno individual, li-
mitado al ser, a cada ser, y por lo tanto relativo
en su esencia misma y en la apreciación de las co-
sas que lo rodean? Con lo cual, en el campo de
las consideraciones filosóficas pura y solamente
especulativas, (habremos construido en el aire, qui-
zá, unos cuantos bellos arabescos, pero nuestros
pies habrán dibujado un círculo perfecto y nos
encontraremos, ¡ay!, en el punto del cual parti-
mos con la ilusión de apoderamos para siempre
del gran enigma!
Febrero d-e 1918.
BAFAEL BARBADAS
Una de las más grandes alegrías de mi viaje r
Julio Casal, que consulea por La Coruña, enfermo
siempre de versos, me escribió: — “¿No has vis-
to a Barradas en Madrid?: pues calle tantos nú-
meros tantos.” Y un coche, una escalera, un se-
gundo izquierda y estoy en brazos de Barra-
das, después de nueve, o diez, u once, no sé cuán-
tos, años de no verlo. Y está igual físicamente a
como era cuando callejeaba por Montevideo. Del-
gado, pálido, ocultando su mirada un poco vaga
tras el escudo de los lentes. Caigo en su casa como
un aerolito no anunciado por los astrónomos. To-
do el pequeño oasis de allá arriba se llena con
emanaciones de la patria lejana y por la cual se
suspira a pesar de todas las ingratitudes que allá
quedaron. Los ojos de Barradas se humedecen. —
Che, i y aquello?, ¿y aquello otro?, ¿y lo de más
allá? — ¿Cómo está Fulano? — Y algunos recuer-
dos paralizan las palabras impacientes en los la-
86
Alberto Lasplaces
bios: I pobre Herrerita!, ¡pobre Delmira!, ¡pobre
Lasso de la Vega! Unas cuantas sombras amigas
nos flanquean poniendo un poco de angustia en el
corazón. Cuando él concluye de preguntar, pre-
gunto yo. Irse de Montevideo es, casi, morirse pa-
ra los que quedamos. Aquí se ignora que Barra-
das es uno de los pintores más estimados en Ma-
drid, y nadie conoce su dolorosa odisea. Se fue al
viejo mundo en la tercera de un paquete francés,
junto con el tenor Médici. Uno con su lápiz y el
otro con .su voz conquistaron muy pronto a la ofi-
cialidad y al comandante. Eso les hizo más grata
la travesía. Llegó a Marsella, ambuLó por Fran-
cia y llegó por fin a Barcelona : gran ciudad abier-
ta a todas las audacias del pensamiento, me dice.
Allí sufrió mucho, sí, pero tuvo también grandes
satisfacciones. Y encontró inmediatamente un me-
dio propicio a su temperamento. Barradas nunca
comulgó con el arte pictórico normal. ¿Quién no
recuerda sus primeros dibujos y pinturas expues-
tos en Montevideo? Sus caricaturas parecían in-
completas; se permitía dibujar un perfil, por
ejemplo, olvidándose de la nariz. Sus cuadros lo
mismo; siempre parecían a medio hacer. Es que
su idiosincracia artística protestaba ya instinti-
vamente contra lo que lo rodeaba, sin saber él mis-
mo hacia dónde lo conducía el impulso interior.
Y no podía acomodarse con el clásico modo de in-
terpretar la pintura, clásico hasta en el impre-
sionismo que en nuestro país recién se introducía
y que es viejo ya de mil años. . .
La Buena Cosecha
87
En Barcelona padeció de esa enfermedad fatal
de loe aríietas que comienzan: el hambre. Pero lu-
chó incansablemente. No predicó a fuerza de pa-
labras, sino de obras. Hizo exposiciones que le-
vantaron tempestades. Dirigió revistas efímeras y
gloriosas, de esas que nunca llegan al segundo nú-
mero. Bohemio, viajó por esa España, tan intere-
sante y evocadora. Se fué a Zaragoza a luchar por
su ideal y allí. . . se casó. Vino a Madrid después,
en donde reside desde hace años, rodeado por tres
suaves cariños femeninos que le hacen amable la
vida: la madre, la esposa, la hermana. También
su hermano Antonio, poeta ultraísta, Y ha triun-
fado ampliamente. La crítica y el público que no
JO aceptan, lo respetan. Ya nadie ríe de sus ex-
trañas telas cubistas, que al principio provocaban
general hilaridad. Tiene muchos amigos y presti-
giosos sostenedores. Con Martínez Sierra, colabo-
ra en la ilustración de los libros de la biblioteca
“Estrella” y en las decoraciones del teatro Es-
lava, en donde realiza maravillas. De todas partes
lo solicitan y le pagan bien, lo cual le permite
dedicarse a su arte, que lo posee por entero.
En estos momentos expone en Barcelona una
porción de telas. El año que viene será Parfe
quien lo admire. Y en 1925 lo tendremos entre
nosotros, y todos podrán ver su obra, desde que
traerá sus cuadros. — “Quiero que me conozcan
allá, me dice, en la fecha de nuestro centenario.”
Montevideo conocerá, pues, para entonces, la
obra de este bohemio de tanto talento, que se ha
88
Alberto Lasplaoes
embarcado en las nuevas y arraigadas ten-
dencias pictóricas. Hasta entonces, señores, para
escandalizarse.
En arte, como on todo, lo que me ha parecido
siempre más respetable, ha sido la inquietud. Nun-
ca olvidaré a Barret: “Sólo lo viejo es lo feo;
vengan los monstruos si son jóvenes." La nueva
palpitación es lo único que tiene vida. Sin parti-
cipar en un todo con sus ideales, creo que el fu-
turismo en el arte, — y contando en esa denomi-
nación a todas las actuales escuelas renovadoras,
— es hoy en día la única esperanza que nos que-
da a los que creemos que la obra artística con-
siste en algo más que en imitar más o menos di-
simuladamente lo que han hecho los maestros,
desde los griegos hasta los contemporáneos. Tam-
bién es el arte una resultancia del momento his-
tórico. Todo el estado social colabora en la obra
del artista, arando bien hondo en su obra, con su
sello original. Por eso en esta nuestra época afie-
brada y violenta, llena de brío y de pasión, estre-
mecida por choques formidables, pasmada por in-
ventos fantásticos, no se puede aceptar sino co-
mo una pálida prolongación de otras épocas el
arte que nos llega ya hecho, enmarcado en lí-
mites rígidos, de los que la vida se burla constan-
temente. Una nueva mentalidad se incuba, una
mentalidad siglo XX, distinta del clasicismo y del
romanticismo, del decadentismo y del realismo. La
La Bttbna Cosecha
89
vida es otra ya, y la mayoría de los artistas se em-
peñan en verla cómo fué, preocupados con preocu-
paciones extintas, atraídos por conceptos de belle-
za que enterró el tiempo en profunda fosa. Verda-
deramente, si no somos capaces de grabar en el
muro de los siglos nuestra señal indeleble e in-
confundible-, no habremos merecido nacer.
Rafael Barradas salió de un país como el nues-
tro, en donde se aman las oleografías, para llegar
a España, que tiene un formidable pasado pictó-
rico, y un presente ilustre. Y allí mismo, en ese
ambiente educado por la contemplación de los
grandes maestros de antes y de ahora, comenzó su
obra anarquista, recogiendo, como es natural, su
primera y abundante cosecha de burlas y denues-
tos. Es que las pupilas están hechas a lo común,
a lo familiar, a los espectáculos de todos los días.
Barradas quería pintar estados de alma cuando
hasta ahora sólo se habían copiado epidermis.
4'Quiérese mayor audacia!
— Hasta hace muy poco tiempo, — díceme, —
los pintores sólo han tratado de representar las
cosas en tres dimensiones. Nosotros no queremos
representar sino “presentar”, y en sus cuatro di-
mensiones por lo tanto.-
Y después:
— ^La superficie de las cosas en sí no tiene nin-
gún valor para nosotros. Abominamos esas com-
posiciones artificiosas, pedantescas, ridiculas, que
pretenden ser arte pictórico y que no son otra co-
sa que pura literatura. Tenemos que librar a la
90
Albeeto Lasplaces
pintura del elemento literario que desde hace tiem-
po la desvía y la anula. Es un error suponer que
los motivos inspiradores están ñiera de nosotros:
están en nosotros mismos. Hacer un retrato no es
repetir línea a línea la imagen que tenemos de-
lante, sino expresar en colores, las vibraciones
que provoca en nuestra mente.
Claro está que esto es muy difícil hacerlo com-
prender a quien supone que la pintura ha de ser
algo totalmente objetivo, fotográfico, exterior. Ca-
da cuadro un estado de alma; he ahí una bella
fórmula, pero, ¡qu4 disparatada aparece ante
quien nunca ha pensado en semejante posibilidad !
Por eso es que la posición del público — y de los
que no son público — frente a una obra nueva,
es la del que no comprende. Recorriendo en el
Museo del Luxemburgo la vasta sala de los im-
presionistas: Monet, Manet, Pissarro, Sysley, Re-
noir, Degas, etc., me preguntaba yo estupefacto,
cómo era que una pintura tan accesible y tan sim-
ple, podía haber provocado en otra época tem-
pestades de protestas. Esa misma pregunta se ha-
rán las generaciones que vengan detrás de
nosotros ante telas como las de Barradas, cubis-
tas, simultaneístas, planistas, para las cuales tene-
mos hoy en día, la mayoría se entiende, sólo pala-
bras despectivas y risas idiotas.
El nuevo movimiento renovador en pintura \úe-
La Buena Cosecha
91
ne de Cezanne. En realidad, Cezanne no fué un in-
ventor sino un precursor. ¡Precursor y mártir!
Contemporáneo de los impresionistas, él también
comenzó por serlo, pero bien pronto se distanció
de ellos quedando aislado. Por eso Punca gozó (Je
la fama de los componentes de aquella escuela que
triunfaron totalmente después de memorables
combates, y hubo de arrastrar una vida obscura y
de morir desconocido en 1906. Las audacias de Ce-
zanne ya no escandalizan a nadie y, como lo com-
prueba una exposición realizada recientemente en
París, hasta se venden caros sus cuadros. Pero lo
interesante es el ivalor pictórico y revolucionario,
— es decir, histórico, — de su obra. A pesar de
sus evidentes diferencias, los mismos impresionis-
tas pueden considerarse como clásicos por su res-
I>eto a las formas geométricas de las cosas, de
acuerdo con su visión estática. Pero en Cezanne
hay ya lo que podríamos llamar deformación de
los valores corrientes, que hace que sus telas, a
primera vista, aparezcan monstruosas e inadmisi-
bles. Parece no interesarse de las proporciones ni
ds la perspectiva. El dibujo, a primera vista, no
existe. Como Cezanne no era un intelectual sino un
puro temperamento de pintor simple y rudo, no
pudo explicar detalladamente en qué consistía su
arte, y, sobre todo, su novedad. Algunas frases ha
dejado, sin embargo, que pueden arrojar alguna
luz: ^‘No existe la linea ni tampoco el modelado;
no hay mas que contrastes. Y estos contrastes no
se generan por la relación del blanco al negro, si-
92
Albebto Lasflacbs
no por medio de la sensación coloreada. El di-
bujo y el color no son cosa distinta ; a medida que
se pinta se dibuja. Cuanto más se armoniza el co-
lor, más se precisa el dibujo. Cuando el color al-
canza la riqueza, la forma alcanza su plenitud.’"
Balbuceos, como se ve, simples balbuceos, pero de
un genio.
Si Cezanne resucitara sonreiría al ver la fecun-
dísima cosecha que han producido las semillas que
él arrojó, y las extraordinarias y contradictorias
tendencias que de ellas han nacido. Estamos cier-
tamente en plena anarquía, es decir, en un perío-
do de preparación dinámica de la verdad que se
acerca. Mil escuelas distintas en apretados ce-
náculos agresivos marchan en pos de detonantes
evangelios. No se ha logrado unificar tendencias,
y en vez de cerrados batallones van al asalto pe-
queños y audaces grupos que se aturden con sus
propios gritos. Hay cien capillas, en las que oran
contados pero firmes creyentes. Cubistas, planis-
tas, futuristas, simultaneístas, expresionistas, etc.,
etc., son a la vez que enemigos de todo lo realiza-
do antes, feroces adversarios entre dilos, crueles y
unilaterales como es siempre la juventud. No hay
que lamentarlo porque sería inútil: es la ley. Si
no fueran así no lograrían nada, ni podrían mo-
ver siquiera la losa pesada de los prejuicios, de
los criterios hechos, petrificados en los cerebros
lentos, secos de savia. Por eso resisten imperté-
rritos todos los ataques y todos los maltratos, in-
quebrantables a la tempestad que hierve a su íe-
La Buena Cosecha
93
dor fiin vencerlos. Tienen alma de apóstoles, admi-
rables almas enloquecidas en un ideal todavía és-
quivo y lejano. En vez de ir a beber el opio trai-
cionero de los museos, quisieran incendiarlos, en
el ingenuo deseo de comenzar de nuevo la vida,
borrando de un manotazo la obra de los que en
otras épocas hubieron de luchar como ellos para
imponer la novedad que traían al mundo del
arte.
Barradas es posiblemente el más autorizado, vi-
brante y conocido apóstol de las nuevas tenden-
cias pictóricas en España. Como tiene un gran
talento y despliega una actividad formidable, ha
logrado ya lo más difícil: que se le respete aun-
que no se le comprenda. Por ese camino antes de
mucho se le comprenderá, y, por lo tanto, se le
apreciará en lo que vale. Como he dicho, no limi-
ta su actividad a construir sus telas, sino que tam-
bién se dedica al “affiche”, a la ilustración de li-
bros, a la decoración teatral. Y es, a mi juicio, el
más extraordinario dibujante de escenas infanti-
les que hay en la península, siendo solicitadísimo
por todas las casas que se dedican a editar libros
para niños. Aquí sus dibujos son estilizados, sim-
plísimos, pero hay tanta grácia, tanto movimiento,
tanta verdad en las escenas que construye, que di-
fícilmente se encontrarán trazos más oportunos y
más perfectos. Su obra es, pues, variada y múl-
tiple, y original. Y meritísima. Por eso fuá gran-
de mi alegría, cuando pude comprobar que Ba-
rradas era uno de nuestros primeros pintores, al
94
Alberto Lasplaces
par que el más conocido y apreciado fuera de
nuestra patria. Pero es verdad también, en com-
pensación, que en su patria nadie lo conoce, salvo
raros amigos. . .
1922.
VICTOR HUGO Y JULIETA DBOUET
La historia está llena de esas admirables muje-
res que hacen del amor la única razón de su vida.
Y entre ellas no puede ohddarse a Julieta Drouet,
la discreta amiga de Víctor Hugo, cuyo nombre
resplandece con luz propia entre las primeras
magnitudes del amor. Hace unos años Luis Bar-
t'hou publicó un libro en el que hace historia de
los amores del gran poeta francés y la linda ar-
tista dramática que la casualidad cruzó en su ca-
mino. En ese libro está lo más jugoso de la corres-
pondencia cambiada entre los dos amantes, y pue-
den seguirse en esa forma las alternativas de una
aventura que sólo había de terminar con la muer-
te. Recuerdo que la publicación de las cartas de
ambos provocó grandes discusiones. Los admira-
dores del poeta, sobre todo, protestaron contra
ello. Sin embargo, esa vez, como otras, no se res-
petó el silencio y un público hambriento de emo-
ciones se lanzó sobre el libro de Barthou para en-
96
ALBEBTO LASPIxACES
t erarse de aquella novela viva, trama humana y
simple, qua interesa siempre más que las creacio-
nes subjetivas de los escritores. Por otra parte, la
figura de Hugo entre un amigo traidor y una mu-
jer infiel no desmerece en nada a su obra. Entre
el genio y al hombre no encontramos esta vez el
abismo que existe en otros casos. Sainte Beuve,
hábil, astuto, mintiendo un amor sentimental, la-
crimoso y resignado, que conquistó el alma feme-
nina y superficial de Adela Foucher, mujer dé
Hugo, resulta un personaje antipático y desagra-
dable. Adela, “mujer de su casa”, mucho más
que compañera del gran poeta, es un tipo secun-
dario y borroso, sin nada^ que la distinga del tipo
medio de la mujer común. Fuera de la inclinación
por su hijos y su hogar — burguesa plácida y or-
denada — nada parece interesarle especialmente.
Cedió al impetuoso amor del Hugo de la juventud
el de las “Cartas a la novia” y “El corazón bajo
una piedra”. Pero tampoco pudo resistir al frío
cálculo de Saint Beuve, que analizaba su amor
y tomaba notas que después debían servirle para
construir una novela y varios poemas. Víctor Hu-
go y Julieta Drouet componen en realidad el li-
bro. Ellos dos repiten 1-a deliciosa historia que
ilumina la vida de casi todos los grandes artistas
del siglo XIX: Lamartine y Julia Charles, Bal-
zac y la señora Hanska, Chopín y Aurora Dupin,
Byron y la condesa Ouiccioli. Ellos dos mantienen
por más de cincuenta años el diálogo ininterrum-
pido que sólo terminará con la vida de la última
La Buena Cosecha
97
pareja. Así puede escribir Hugo a su amante ai
enmplir medio siglo esa unión excepcional: “Te
amo ; cincuenta años de amor constituyen el
más bello de los matrimonios.”
Hugo conoció a Julieta Drouet, cuando era ac-
triz dramática, en los ensayos de su famoso dra-
ma “Lucrecia Borgia”, por 1833. Julieta tenía
veintisiete años y su belleza pareció impresionar
profundamente al poeta que tenía treinta y uno.
Teófilo Gautier trazó su retrato en el libro “Mu-
jeres hermosas de París” con estas frases: “Iju
cabeza de la señorita Julia es de una belleza re-
gular y delicada, más a propósito para las sonri-
sas de la comedia que para las convulsiones del
drama. La nariz es pura, de un corte franco y
bien perfilado. Los ojos son límpidos aunque un
poco próximos, defecto originado por una gran
finura de la nariz. La boca, de un rojo húmedo y
vivo, es muy pequeña hasta cuando ríe con la más
loca alegría. Todos estos rasgos, eneantadore.s en
sí mismos, hállanse rodeados por un óvalo suma-
mente suave y armonioso. Una frente clara y se-
rena corona luminosamente tan delicado rostro.
Los cabellos son negros y abundantes, de un re-
flejo admirable. El cuello, los hombros y los bra-
zos son de una perfección de estatua antigua. La
señorita Julieta podría inspirar dignamente a los
escultores y ser admitida en los concursos de be-
lleza con las jóvenes atenienses.” Hugo estaba ya
en la plenitud de su gloria, y se comprendieron de
i.umediato. De ahí ese doble amor carnal e intelec-
7
98
Albesto Lasplacbs
tual, que es el más fuerte de todos los lazos que
pueden unir una mujer y un hombre. Julieta, que
era fina, inteligente y comprensiva, llenó pronto
la vida del poeta, siendo, al mismo tiempo que su
inspiradora, su más valioso sostén y su más fiel
auxiliar. Para uno y otro, que dejaban atrás fá-
ciles amores de juventud, esa fue la pasión esta-
ble y definitiva, la llegada al maravilloso país azul.
Las cartas de Hugo a Julieta, desprovistas de la
sonoridad enfática de su prosa literaria y aún sin
perder en valor y en riqueza, tienen la sencillez
de la serenidad, la frescura del agua buena que
brota sin ningún esfuerzo, y por lo tanto son más
humanas y más bellas. “^Te amo — le dice — y
esta palabra es la base de todo, es el coronamien-
to de todo, y la siento en mí en toda su plenitud.
La materia y la naturaleza nos dan órdenes mis-
teriosas, pero una mirada de amor es la orden su-
prema.” Escribe sin ninguna preocupación ex-
traña, sin gritos geniales, sincero y simple, amo-
roso y feliz. “Si te escribiera todos los pensamien-
tos que hay en mi espíritu haría volúmenes; si te
escribiera todos los sentimientos que hay en mi
corazón no haría más que una línea: Julieta, te
amo.” He ahí un Hugo desconocido, el que el ter-
cer Bonaparte hubo de encadenar en un peñón
del océano, como Júpiter al Prometeo de la leyen-
da esquiliana, débil y niño como el fuerte Sansón
en brazos de la pequeña Dalila. El amor Iguala a
todos los corazones en el mismo ruego supremo,
doma todos los orgullos en la misma humildad
La Bükna Cosbcha
99
balbuciente, en la misma entrega total j eterna.
Hugo ante Julieta Drouet no era el más grande
de los poetas del siglo, aquel que decía a loe em-
peradores: “ceno a las siete; ya lo sabéis". No
era el orgulloso jefe de escuela embriagado por el
licor de sus cepas riquísimas. No era el hombre
indiecutido acostumbrado a la adoración como un
dios. No. Para ella era el amante, nada más, y por
eso mismo más que todo, el amante tímido y afie-
brado, lleno de temor y de esperanza; era el que
tembloroso aguarda el beso, el que se doblega ven-
cido bajo la tierna caricia de las sabias manos
de seda. ¡Cómo pudo ella verlo distinto a como lo
veían todos los demás, ella que pudo tantas ve-
ces en cincuenta años apretar contra su pecho
aquella cabeza gloriosa abrumada bajo una mon-
taña de laureles! ¡Cómo quedaba a la puerta de
su alcoba toda su soberbia, todo su genio, para
convertirse en un hombre igual a todos los demás,
estremecido por la misma palpitación sustancial
en que se oculta el misterio de nuestra supervi-
vencia! ¡Cómo pudo oirlo repetir para ella la fra-
se imperecedera que sintetiza todo el renuncia-
miento : te amo I . . .
Julieta Drouet es desde el primer encuentro to-
da la vida de Hugo. Se conocieron y no se separa-
ron ya. Cuando el poeta fue lanzado al destierro,
allá lo siguió ella, silenciosamente, como su estela.
No sólo lo sostuvo en todos loa momentos, vibran-
te siempre de amor, sino que hasta le salvó la vida
en 1851. Cuenta Hugo: “Si no he sido preso, y por
100
AtBEBTO LaSPLACBB
lo tanto fuellado, si estoy vivo a estas horas, se
lo debo a Julieta Drouet, que cpn riesgo de su li-
bertad y de su propia vida me ha preservado de
todo peligro, ha velado por mi sin descanso, me
ha encontrado seguros asilos y me ha salvado,
¡ con qué admirable inteligencia, con qué celo, con
qué heroica bravura! Dios lo sabe y se lo recom-
pensará. Ella ha estado de pie, día y noche, erran-
do sola a través de las tinieblas y de las calles de
París, engañando a los centinelas, despistando a
los espías, pasando intrépidamente a través de los
bulevares bajo la metralla, adivinando siempre
dónde estaba yo cuando era necesario salvarme, y
encontrándome siempre.*' La mujer es ya más que
la compañera, más que la confidente y la amante ;
es la protectora, la madre. Ese tibio ser que pare-
ce poder quebrar la brisa como a un tallo delgado
Se demuestra más fuerte que todo, desafía con la
sonrisa en los labios todos los riesgos, encuentra
mil subterfugios felices, dueña de una energía mi-
lagrosa e increíble, los ojos brillantes, el cerebro
despejado, la mano firme siempre. Teje enredor
del hombre que ama como una red perfumada que
lo hace invisible a las manos que lo acechan y lo
aleja así del golpe mortal que siempre desvía, y
lo conserva para sí, para su amor estimulado por
el peligro en un duelo del que mempre sale vence-
dora. El gran poeta abandona confiado la cabeza
■en el seno de su ángel y en su tibia seguridad en-
tona sus cantos maravillosos sabiendo que está
protegido contra todo mal. ¡ Misión gloriosa la de
La Bosiía Cosecha
101
esas mujeres humildes y amantes que dan todo
lo que tienen y sin las cuales muchas reces el ge-
nio no podría explicarse, pero a las que paga la
posteridad con el oro de la fama al no separarlas
jamás de aquellos a quienes estuvieron unidas y
al confundirlas con ellos en la espiral del mismo
loor !
Julieta Drouet acompañó a Hugo hasta 1883.
^‘La señora Drouet — cuenta Julio Cilaretie —
consagraba exclusivamente su vida al poeta. To-
dos o casi todos los originales que Hugo ha lega-
do a la Biblioteca Nacional están copiados por
ella antes de ser enviados a la imprenta. En las
últimas semanas de su vida la señora Drouet mos-
tró su abnegación de una manera conmovedora.
Enferma y condenada a morir de hambre, espiaba
la menor tos de Víctor Hugo, que en aquel invier-
no había cogido un catarro, y, moribunda, levan-
tábase a cuidarlo.” Ese ser suave y devoto,
discreto y tierno, se eclipsó dulcemente el 11 de
Mayo, después de cincuenta años de felicidad inin-
terrumpida. Dos años después — dos años terri-
bles en los cuales no pudo consolarse ni un mo-
mento — Hugo moría, el 22 de Mayo de 1885, con-
cluido no tanto por la vejez como por la tristeza.
En medio de un mundo que no tenía para él sino
admiración y respeto, Hugo se sintió débil y solo,
mortalmente desesperado, como un niño que pier-
de a su madre en medio de una ciudad populosa
y desconocida. El corazón del amante no pudo so-
portar aquella soledad que no volvería a poblar
102
Alberto J^a.spi>acbs
jaimá4s mmgún «ojorient^ fantasma. Y después de
suírir ceof» largos afio® en que la gloría no lugró
«uplantar ni por un momento al dulce ser ido, Hu-
go se tendió también a morir para voItct a reco-
menzar seguramente en la región que nos es inac-
cesible la historia de ese idilio que no pudo haber
sido truncado por la muerte.
1922.
RENOm
La muerte de Renoir, acaecida en Cagnee hace
poco más de un mee, ha eido comentada detenida-
mente por todoe loe periódicos artísticos del mun-
do. Ee que Renoir, además de pintor maravilloso,
era uno de loe últimos representantes del Impre-
sionismo, aquella tendencia renovadora en pintu-
ra que tanto apasionó a la opinión francesa en la
segunda mitad del siglo pasado. Renoir murió ri-
co, retirado desde hacía bastantes años en una de-
liciosa casa que hizo construir al Sur de Francia,
bien cerca del sol y del mar, y rodeado de la ad-
miración universal. Ninguno de sus viejos compa-
ñeros de credo artístico, — salvo Monet que vive
aún — pudo hacer lo mismo. Unos, como Ma-
net, murieron jóvenes, sin conocer otra cosa
que la más negra miseria y el dolor de la re-
pulsa general. Gauguin fué a terminar sus días
obscuramente en una isla de Oceanía, dejando
una obra extraordinaria que recién comienza a
apreciarse. Otrog se durmieron para siempre sin
104
Alberto Lasplaces
haber logrado ni la fama ni el dinero a que ape-
tecían. Con ellos pasó lo que con todos los inno-
vadores, esos hombres predestinados j dolorosos.
Las mayorías, adaptadas a lo que las rodea, re-
sisten a todo lo nuevo, por bueno que sea, con una
testarudez de piedra. Hay que ir a buscar los
mártires entre los innovadores y no entre los mal-
vados. El movimiento llamado impresionista en
pintura, — precedido por los paisajistas del año
30, Corot, Rousseau, Díaz, etc., y por el robusto
naturalismo de Coiurbet, — no constituyó desde
sus orígenes, otra cosa que una enérgica y alegre
vuelta a la naturaleza, Pué una reacción violenta
contra el academismo pedante y hueco, contra la
pintura de “atelier”, falsa y antiestética, contra
la pobreza del color y lo artificioso de la composi-
crión pictórica. Los impresionistas dieron una nue-
va pauta del dibujo haciéndolo no independiente,
como se estilaba entonces, sino dependiente del
color. Quitaron a los modelos la rigidez fotográ-
fica en que se los inmovilizaba y los reprodujeron
a la luz no fuera de ella como se acostumbraba
en tristes y feas telas de una banalidad desespe-
rante y pretensiosa. Y sobre todo, arrancaron a la
paleta un mimero tal de matices, desde los más
delicados a los más violentos, que reaHzaron la
más vasta sinfonía de colores que se haya visto ja-
más. En último término, generalizando o sinteti-
zando con un poco de exageración, podría definir-
se el impresionismo con una sola palabra repeti-
da tres veces: “Color, color, color". Semejante
La Bctena Coskcha
105
hecho que ahora admitimos sin ninguna difieul'
tad, costó un cuarto de siglo de homéricos com-
bates contra el arte oficial, contra la prensa y
contra el público. Los insultos más groseros, las
pulfas más humillantes fueron dirigidas á los im-
presionistas. “Esos pintores, — decía un crítico
de arte en 1874, — no parecen trabajar sino para
propasar todos los defectos y no buscan ni les
agrada otra cosa que el escándalo.*' Y otro:
“Esos artistas, “soi-disant”, que se titulan los in-
transigentes, los impresionistas, toman la tela y
con los pinceles distribuyen el color al azar, adon-
de quiera nomás y después firman todo. ¡Despré-
ciable espectáculo de la vanidad humana que lle-
ga a los límites de la demencia!” “El más fe-
mentido de los malhechores, — escribía Duret re-
firiéndose a Manet, — apenas hubiera suscitado
una persecución tan feroz, repetida año tras
año.” Y Zola, que con su gran talento fué de los
primeros que salió en defensa de los nuevos cru-
zados, exclamaba vibrante de indignación: “las
gentes han hecho de ellos una especie de payasos
grotescos a los que se les tira de la lengua para
hacer reir a los imbéciles”.
i Cuán lejos está el impresionismo de esos tiem-
pos febriles y amargos, a los cuales, a pesar de
todo, Benoir ya triunfador, visitado por Emile
Bergerat, recordaba lleno de emoción como “les
beaux tempe’*! Hoy en día el impresionismo re-
sulta casi viejo, y otras escuelas nuevas luchan a
su turno por imponerse. Benoir imposibilitado
106
AUBttTO LASFI^ACBg
desde hacía largo tiempo por un reumatismo im-
plaeabk qne le enturpeeía las mano», pintó casi has-
ta la hora de morir, haciéndose arrastrar en su silla
de ruedas y atar los pinceles a los pobres dedos
deformes. No descansó nunca, y su obra inmensa
también por su número, y que se calcula en cua-
tro mil telas, da la idea de que estuvo toda su
vida poseído por el divino arte, tanto en los
“beaux tempe" de juventud y de embriaguez co-
mo en su ancianidad pacífica y gloriosa en la que
se recluyó solitario en íntima comunión con la na-
turaleza, a la que tanto amó. Toda su vida fue un
combate en la más alta y bella significación de la
palabra. Como una excepción, no salió de la bur-
guesía, como la mayor parte de sus compañeros,
sino del proletariado. Su padre, un modesto sastre
de Limoges, lo puso desde casi niño como apren-
diz de pintura sobre porcelana. En ese oficio se
despertó la afición art&tica que había de llevarlo
a uno de los más altos puestos en el arte contem-
poráneo. A los diez y ocho años, siendo ya un
obrero de primer orden, entró en el taller de Gley-
re, uno de los más reputados defensores de las tra-
diciones académicas. Allí conoció a Monet y a Sys-
ley y se definió y orientó la vocación de los tres, y
juntos llevaron los primeros ataques a las tenden-
cias reinantes, y juntos recibieron loe primeros chu-
bascos de la incomprensión pública, i Ah “les beaux
tempe" ! Excursiones maravillosas por los grandes
bosques milenarios que esmaltan el suelo de Fran-
cia; fiebre de emulación, de creación, estimulada
La BiraNA Cosecha
107
por la injusticia y la ceguedad de sus contempo-
ráneos; exposiciones en conjunto, ya que los sa-
lones oficiales estaban cerrados para ellos; ventas
irrisorias, de telas que hoy en día se disputan a
precios fabulosos, por diez, cincuenta, cien fran-
cos, lo necesario para acallar los gritos imperiosos
del estómago y comprar telas y colores para se-
guir pintando ! Nada más hermoso ni más aleccio-
nador. Ese Eenoir que corre a casa de Monet con
unos panecillos bajo la capa, es todo un símbolo
de felicidad y de amor. Aunque todos ellos fue-
ran temperamentos distintos y guardaran, clara y
neta su personalidad, los unía la ola irritada que
se levantaba enredor de ellos, dispuesta a tragar-
los. Los unía el mismo ideal de libertad, de salud
y de belleza que exultaba en sus corazones como
la savia generosa en las ramas robustas. Y sin sos-
pecharlo quizá, venían a ser con la pura ingenui-
dád de sus obras, los apóstoles de una buena nue-
va que iba a modificar profundamente en su país
y en todos los demás, el concepto de la belleza pic-
tórica, dándole sobre todo mayor verdad, mayor
elasticidad, mayor independencia.
De todos los pintores que constituyen aquel
grupo denodado y fecundo, ninguno quizá más
francés que Renoir en el sentido a la vez hondo
y superficial de la palabra. De acuerda con uno
de los principales versículos de su credo, consi-
deraba que en la naturaleza no existe nada que
no sea bello, y que el pintor debe pintar lo que
ve, y como lo ve. Pero en Renoir había una cere-
108
Albbkto Lasplacbs
bralidad superior o diatinta cuando menos a los
otros, además de poseer todas sus cualidades óp-
ticas y técnicas. Entre todos, ninguno puede com-
pararse con él en la ejecución de figuras juveni-
les, mujeres y niños, y pincel ninguno quizá, ha
reproducido la seda de la carne desnuda con
“nuances” más encantadoras. “Mirad, mirad, —
exclamaba una vez en el colmo del entusiasmo, —
mirad eso a la vez dulce y fuerte, ese divino plie-
gue dorado que está ahí debajo. Es como para
arrodillarse delante de él!" Se ha tachado su obra
de sensual, y nada menos cierto. La carne de sus
mujeres tiene un perfume tal de inocencia que pa-
ra encontrarla parecida habría que recurrir a los
griegos o a las sobrenaturales vírgenes de los prc-
rrafaelitas. Tanto bajo la luz violenta del día co-
mo en la penumbra de los tibios rincones amoro-
sos, las mujeres de Eenoir brillan como lámparas
sagradas, inclinando a la adoración y al éxtasis.
Y hay tanta gracia en ellas, tanta inteligencia na-
tural en las líneas impreci^s que las aprisionan
que hay necesidad de retrogradar hasta Watteau
y Fragonard para poder arrancar de bajo las
frondas históricas otras preciosas figulinas oue
puedan llamarse hermanas suyas. Quizá lo más
fuerte, lo más bello, lo más original de la obra
de Renoir está en esas mujeres suaves y finas que
sonríen tan bien desde sus cuadros. Esa fragancia
misteriosa, que las muchedumbres maravilladas
encontraban en las grandes telas religiosas, perfu-
ma también las telas de Renoir, y demuestra que
La Buena Cosecha
109
lo dmno está en el artista que las ha realizado,
ennobleciendo a la naturaleza con la llama augus-
ta y brillante de su inteligencia. Renoir fué tam-
bién un dibujante impecable, y aunque el impre-
sionismo se escandalizaba del concepto de Ingres
que sostenía que en un cuadro el dibujo lo era
todo, relegando el color a un plano secundario,
en Renoir hubo siempre un gran respeto por el
dibujo aunque sin llegar jamás a semejante exa-
geración. Por eso es que algunos críticos lo ponen
en el orden de los artistas tradicionales, casi aca-
démicos, lo que tampoco es cierto. Como en todos
los pintores geniales, Renoir sobresale como colo-
rista, y jfué por ello que hubo de luchar tanto tiem-
po antes de triunfar, y en ese carácter será recor-
dado siempre por la posteridad.
La obra de Renoir es muy considerable y muy
variada. Lo mejor de ella, lo más expontáneo, lo
producido en la juventud, fué vendido malamente
y dispersado por todo el mundo. Todavía los co-
merciantes de cuadros encuentran telas suyas
perdidas entre el inmundo cosmopolitismo de los
“brick-a-brach” parisienses. Agitado perpetua-
mente por el ansia de superarse, modificó varias
veces su “manera”, prefiriendo en las últimas
épocas de su vida los colores violentos y obscuros
a los suaves y claros matices de sus primeras
obras. Puede que en ello haya influido también
la circunstancia de hallarse imposibilitado para
pintar al aire libre. Pero, a pesar de todo, su pin-
cel no perdió en flexibilidad ni en expresión y so-
lio Ai^erto Laspt.a.(Ȓ
brfefialió en íoda« au* maneraa por igual, dejando
impreso en cllafl, bien enérgieamente, el sello de
eu temperamento de excepción. Su “Pont neuf’',
que allá por 1880 fué rendido «n 300 francos, aca-
ba de ser adjudicado en 93.000. Son famoso» tam-
bién sil “Moulin de la Galette", “Les baigneu-
ses”, “La danse”, “Le dejeuner des eanotiers".
“Mere et enfant“, “Au jardín", etc. Entre sus
retratos sobresalen los de “Mad, Charpentier et
see file", que la crítica unánime reconoce como
uno de lo,s mejores que se han ejecutado en todo»
los tiempos, “Jcanne Samary", “Mme. Bobert de
Bonniéres", “Mme. Morizot et sa fiUe", “Filies
de Catulle Mendés", “Mme. Renoir et ses en-
fants", “Les enfants de Berard", etc., no siendo
lo menos valioso de esta parte de su producción
los encantadores retrato» de su» bellas amigas de
bohemia, cuyos nombres se han olvidado injusta-
mente.
1917.
EUGENIO D’OKS
EL FILÓSOFO
Eugenio D’Ore es nuestro huésped 7a. El glo-
sador de “La Ven de Catalunya” nos hace el ho-
nor de visitarnos después de enviarnos como van-
guardia sus ágiles y penetrantes libros que cantan
tan armoniosamente su fama. No son muchos los
que entre nosotros lo conocen y por eso, dentro
de la medida de un artículo de diario hecho siem-
pre con apresuramiento, y de mis fuerzas, he
creído útil, a la vez que me resulta grato, hacer
una pequeña síntesis de lo que lleva en sí espíritu
tan variado y complejo, y tan interesante por lo
■ anto. Eugenio D’Ors es uno de los poquísimos
que sobresalen en España en la aristocrática ac-
tiyidad filosófica. Y vino a América destinado a
Córdoba, — esa ciudad símbolo, colonial todavía
aunque estremecida por las primeras auras de la
modernidad, — a tentar una ordenación de su fi-
losofía, desperdigada en libros y periódicos en
veinte años de no interrumpida y fecundísima la-
bor. A esa circunstancia debemos que ese altí-
simo espíritu se ponga en contacto con nosotros y
112
Alberto Lasplacee
que pueda hablarnos, amablemente como sabe ha-
cerlo, con 6u ademán sugestivo y suave de abate
acostumbrado a marchar confiado por los más obs-
curos laberintos del misterio.
Hay en Eugenio D'Ors varias personalidades,
dignísimas todas de estudio y de loa. Hay en él,
el filósofo, el literato, el poeta, el periodista, el
profesor. En último análisis todo viene a ser uno
y tanta diversidad se recompone como el rayo
que vuelve a pasar por el prisma. Ante todo hay
en él un hombre, — la cualidad que más admira
en los otros, — queriendo decir esto que la voca-
ción y la profesión no han anulado esta vez, co-
me sucede amenude, la facultad de vivir amplia-
mente, abierto a todas las sugestiones, precioso
don que constituye la ciencia misma de la vida.
Su existencia, fiel reflejo de su actividad vital, es
la de un peregrino curioso perpetuamente extasia-
do ante las novedades del camino. Así ha logrado
ser universal, interesándose tanto por los apasio-
nantes problemas fundamentales de la filosofía,
como por las preocupaciones comunes del indivi-
duo y de los pueblos, de la civilidad y de la polí-
tica. Sus “glosas”, — pequeños artículos Uenos de
milagrosa sustancia, — están feciiadas en Barce-
lona, Madrid. París, Roma, Heidelberg, Bruselas,
etc., etc. Sin dejar de ser catalán en cuerpo y es-
píritu, — hasta el punto de que ha sido uno de lo.s
que más ha contribuido a formar la nueva alma
de su raza, — gusta recorrer el mundo, inquieto
siempre, en busca de nuevos horizontes. Ahora Ha
La Bvjena Cosecha
113
llegado a America, a esta América un poco caótica
y falta todavía de solidez, a enseñar, pero sin du-
da alguna a recibir él también nuevas y valio-
sas enseñanzas que enriquecerán aún más su sabi-
duría. Antes de mucho nos veremos reflejados en
sus glosas y a través del fino tamiz de su espíritu
sabremos algo más de nosotros mismos. Su amplia
y penetrante visión nos ayudará a vemos.
Eugenio D’Ors es el fundador del “Novecentis-
mo”. ¿Qué quiere decir esa palabra? Pues filoso-
fía del siglo en que vivimos, filosofía del “nove-
cientos”. jCaracterísticas? Una muy cómoda de
explicar: oposición a todo lo que predominó en el
siglo pasado, en el ochocientos. Ese siglo se ca-
racterizó por el racionalismo, el cientifismo, el ma-
terialismo, el romanticismo. Pues contra todo eso,
y sin perdonar nada, va el Novecentismo. Al racio-
nalismo y al materialismo, opone el idealismo, un
idealismo distinto al de Platón y al de Hegel por-
que “consiste en buscar la idea en el fondo de
cada una de las objetivaciones concretas del es-
pacio y del tiempo, y por consiguiente, entre otras
concreciones, en el fondo de cada nación, de cada
oficio profesional y de cada etapa en la historia
de la cultura.” Al determinismo, resultado de la
aplicación del biologismo a la psicología, opone
el libre arbitrio, y para ello tiene necesariamente
que retomar al dualismo; pero aunque su dualis-
mo tiene un punto de partida muy distinto a los
otros conocidos — véase la parábola del leñador
y su hacha en “La filosofía del hombre que tra-
e
1U
AIjKKKTO LASPIiACES
baja y que juega”, — llega bastante arbitraria-
mente al final consabido, que e^ la existencia de
un “Yo”, al cual, — dice, — no llegan la psico-
logía ni la lógica y que por consiguiente no tiene
definición, a no ser una definición negativa. Esta
realidad irreductible se llama “Libertad”. Al
cientifismo opone la ironía y ríe a menudo con un
poco de desdén de los adelantos científicos y del
tipo tan común de sabio preocupado por graves
investigaciones. En política, a la democracia, —
que es una concepción romántica de ordenar el
conglomerado social, — opone el imperialismo en-
tendido como “superación del concepto de na-
ción”, y el sindicalismo que es también otra orde-
nación imperialista dentro de las sociedades. En
estética abomina ante todo al romanticismo, al
que define como “pensar prescindiendo de la Cul-
tura, es decir, de lo pensado anteriormente por
otros”. Y propone la vuelta al clasicismo, a la
Grecia armoniosa y fría, poco apasionada pero co-
rrecta siempre. Cada vez que recuerda a Juan Ja-
cobo Rou(^eau pierde la línea, siente un acceso de
ira, y llega a llamarle “lacayo”. Para D’Ors el
romanticismo ha sido una peste maligna de la que
debemos curarnos hasta matar sus últimas raíces
para que no fructifique más.
No hay, pues, en la filosofía novecentista un so-
lo principio nuevo, una sola solución original. Vol-
vemos con él a las viejas rutas abandonadas, arre-
pentidos después de un siglo de vanos y repetidos
errores. Por otra parte, D’Ors no se preocupa mu-
La Büíima Cosecha
115
eho de conseguir la originalidad que desdeña, pues
él mismo dice: “Nuestro deber es de superación,
nuestro propósito, de “restaurar” por encima de
eso la bueoia tradición intelectualista, clásica, en
el pensar occidental”. Es pues un “restaurador”
de antiguos valores desmonetizados. Trata, eso sí,
de aplicar aquellos principios de una manera que
resulten una cosa viva, de acuerdo con la evolu-
ción y con las exigencias de la hora. “Lo que
aquellas corrientes nos han traído ya no es dable
desconocerlo. Debemos, sí, dejarlas atrás, pero
eso después de haber pasado por ellas. Ningún
problema de la filosofía cabe ya tomar sino en el
estado y punto en que aquellas lo han dejado”.
Es decir que para Eugenio D’Ors la filosofía del
siglo XIX no existe en absoluto, habiendo en ese
lugar del tiempo un ancho abismo tenebroso pare-
cido a esas grandes manchas sombrías que inte-
rrumpen el esplendor del firmamento estrellado.
Sin espacio para ser más extenso, quiero dejar
expresada mi desconformidad con semejante ma-
nera de encarar la orientación de la filosofía. Oreo
que nuestro siglo, apenas en su comienzo, ha de
producir en el campo de la más alta y noble de
las especulaciones, algo característico, algo pro-
pio y medular que le daiá propia fisono-
mía, — conforme el racionalismo y las escuelas de-
rivadas, constituyeron la fisonomía del siglo pasa-
do. Por otra parte, la posición filosófica de Euge-
nio D’Ore, en su impulso inicial y en su estruc-
tura, es perfectamente lógica y no se diferencia en
116
AIíBKBTO Lasplacss
sustancia de las otras dos escuelas que gozaron de
mayor fama al principio de nuestro siglo y que
aún no han sido sustituidas : el pragmatismo y el
intuicionismo. Pragmatismo, intuicionismo y nove-
centismo no son sino un producto natural de la
reacción contra las escuelas racionalistas y mate-
rialistas, agotadas por un siglo de actividad y es-
tériles después de no haber logrado- resolver las
grandes incógnitas. Pero el novecentismo se dife-
rencia del pragmatismo en que busca el fundamen-
to de la verdad en sí misma y no en las conse-
cuencias de los hechos como lo hacen Pierce y Ja-
mes; ni comulga tampoco en los altares del intui-
eionismo desde que sigue considerando las ideas
como base de nuestros conocimientos y como mo-
tores de la acción, — rehabilitando con ello los
fueros de la inteligencia, — mientras que Berg-
son las desdeña y hace girar todas las acciones
humanas enredor de los obscuros y fatales impul-
sos de la subconeiencia. Pero el novecentismo se-
para como esas escuelas el dominio de la ciencia
del de la filosofía, — lo mecánico de lo dinámico,
— liberta al hombre del determinásmo para enrii
quecerlo con una fuerza que no define ni alcanza
a palpar sino por sus efectos, y resucita el dualis-
mo, es decir, la existencia de dos fenómenos no
sólo distintos sino antagónicos, en lucha perpetua
e ineludible y para los cuales no se encontrará
jamás el punto de contacto, la línea de equilibrio :
la “Naturaleza” y el “Yo”, o lo que es lo mis-
mo, la “Materia” y el “Alma”.
La Bubka Cosecha
117
Tal, en pocas palabras 7 con toda clase de im-
perfecciones, la doctrina “noveeentista” que ha
dado a Eugenio D’Ore un puesto de primera fila
en el pensamiento contemporáneo. Sin estar de
acuerdo con ella debo reconocerle muy grandes
valores pues representa ante todo una “fuerza de
dirección” que, aunque considero equivocada en
algunos puntos, puede llegar a constituir un ideal
positivo. La superación que yo imagino no mira
sistemáticamente hacia el Pasado, y aunque sin
desconocer que sería imposible libertarnos de la
“cultura”, es decir, de lo que otros han dicho
y hecho, considero estéril volver hacia atrás y re-
petir. Grecia fue muy hermosa pero única. Otra
Grecia sería absurda. El Romanticismo no fué
otra cosa que un incomparable desbordamiento de
energías, una magnífica revancha de la vitalidad
humana contra un clasicismo ya cadáver que se
pretendía que superviviera, en nombre de una fal-
sa e inaceptable tradición, en los cementerios aca-
démicos. El romanticismo, como cualquiera otra
escuela estética, no fué sino un producto natural
de las circunstancias, una flor de ambiente y de
clima histórico. Todo eso que enoja a D'Ors^ v
que existiú a su tiempo y que ya no es, fué regido
por leyes naturales y fué tan fatal y tan poco ex-
traordinario, en el sentido del fenómeno en sí, co-
mo la nube que pasa o la piedra que cae. Repudia
el individualismo, — que aguzó hasta la exaspera-
ción el romanticismo, — las poses bizarras, los
prerrafaelismos, los lirismos anarquistas, los “in-
118
Alberto Lasplaces
comprendidos”, las torres de marfiil, y toda esa
vasta e interesante floración de una época de la
que no conocimos sino los estertores. Pero si mu-
chas de esas genialidades románticas despiertan
también en nosotros la risa y el desdén, creo que
seremos injustos si, poniéndonos en el plano en
que se pone el pensador catalán, hacemos tabla
rasa con todos los valores proclamados por las ge-
neraciones del siglo pasado, sin admitir para ellos
otra cosa que una condenación rotunda y comple-
ta. Todo aquello que D’Ors aconseja para susti-
tuir el desperdigamiento, que él cree inútil y des-
ordenado, de energías que caracteriza al roman-
ticismo', es, sin duda alguna, muy superiar, muy
sereno y muy sabio : el trabajo tomado como una
dignificación y un arte, la actividad continua y
distinta, la austeridad, el espíritu de sacrificio, la
continencia, la constancia, la santa e irresistible
“continuidad”. Estas virtudes son más fecundas
y más bellas que las otras, pero no hay que olvi-
dar un detalle que según como se le mire adquiere
carácter de fundamento: la época del romanticis-
mo ya pasó. D’Ors está castigando incompasiva-
mente a un fantasma, una cosa que sólo queda en
lo que pudo eternizarse, aunque muerto también,
de aquel minuto de la historia humana. Nuestras
necesidades espirituales — que dígase lo que se
diga son siempre la causa de la orientación de
nuestras ideas — son diferentes a lo que eran ha-
ce tin siglo, hace medio siglo. 4 A qué ser román-
ticos entonces?. Y añado: ¿ya qué ser clásicos
La Buena Cosecha
119
como quiere D’Ors?. Debemoe ser “otra cosa”, ni
clásicos ni románticos, si no queremos convencer-
nos de que hemos recorrido ya todos los mares, no
quedando a nuestras legítimas y ardientes ambi-
ciones otro remedio que volver tristemente por los
caminos jolvorientos llenos de huellas que no son
las nuestras.
Todo esto refiriéndome a la sustancia de la fi-
losofía de Eugenio D’Ors, a lo general, a los pila-
res básicos sobre los que quiere edificar el vasto
edificio que va levantando amorosa e incansable-
mente su pensamiento. Por otra parte, su filosofía
llega a poseer una originalidad profunda, una
verdadera individualidad en la manera como abor-
da arduos problemas de metafísica, de lógica y de
estética, dejando impreso hondamente su vigoro-
so sello personal. Para él el ejercicio de la filoso-
fía no condiee con la inmovilidad, con la quietud.
“Fiosofía — dice — significa pensamiento. Pen-
saniento quiere decir movimiento. Luego Filoso-
fÍÉ es movimiento”. ¡Ah, sí! Hermoso hallazgo. Y
reuta después el viejo aforismo, “primero vivir,
deípués filosofar”, llegando a la conclusión igual-
mente exacta de que: “también filosofar es vivir”.
Y después, como consecuencia, burla burlando, la
déinición: “Filosofía es una serie de reposos que
roían un movimiento. Pero no reposo sin movi-
mifflito, ni movimiento sin reposo. Filosofía es la
ineripeión de la eternidad en la vida.” — Todo
est) es nuevo y es hermoso. Y de su obra, po-
díanos citarla casi toda para encontrar el mismo
120
AXiBERTO Lasplaces
jugo, la misma ductilidad mental, la mifima fres-
cura, la misma claridad expositiva.
Tales son las cuaHdades de la filosofí?^ orsiana
que le han conquistado tantos y tan fieles devotos.
Ha humanizado esa difícil materia empmándose
en desbrozarla de la cizaña técnica que báce inac-
cesible a los públicos los más sencillos ¿Problemas
especulativos, y ha sido siempre un profesor in-
comparable, un pedagogo sin tacha qué, ha elegi-
do por cátedra el periódico diario, ese <|ue visite
todos los hogares y se mezcla a todas la? conver-
saciones. En tal forma y trabajando ininterrum-
pidamente todos los días, años y años, ahgremen-
te, como él mismo nos recomienda que hagamos
todas las cosas, ha logrado imponer su ^lento,
primero a Cataluña, que lo considera comb uno
de sus hijos más ilustres: “Mosén Cinto — |ice
Diego Ruiz — es el efebo lleno de ingénita gra-
cia ; Juan Maragall es la juventud; y Eug^io
D’Ors es la madurez en el momento en que se Re-
sume y potencialiiza la juventud.” Cataluña jo
considera como “su” pensador a pesar de qup lu
nacionalismo, su regionalismo mejor dicho, no sta
paralelo al de algunos de sus compatriotas y é
que posea un concepto más amplio y universal /e
la patria. Su celebridad, como sucede por lo /e-
neral en España con todos los valores reales, jso
condensó antes en el extranjero que en su pro^o
pafe, — fuera de su provincia, se entiende. — Hy
en día Eugenio D’Ors, relativamente joven to4-
vía, goza en el mundo entero de un renombre U
La Bctena Cosecha
121
que pueden hacer competencia muy pocos de su
misma clase. Seguramente que hasta él no llegará
la adoración popular sólo accesible a motivos de
fácil comprensión, pero muy difícilmente habrá en
el mundo pensador de su enjundia que cuente con
un número tan grande de lectores, y de admira-
dores por lo tanto. Su viaje al Río de la Plata
será muy provechoso a su nombre y a su obra por-
que, a ser sinceros, muy poco y muy pocos lo cono-
cíamos. Es verdad que, en su mayoría, sus obras
han sido escritas en catalán y hemos debido es-
perar a que se tradujeran, cosa siempre muy len-
ta cuando no también muy imperfectamente reali-
zada por allá. Pero ya nos hemos puesto en con-
tacto con el hombre y con su obra, y de una ma-
nera indestructible. Su público se ha agrandado
considerablemente y para sus ideas habrá nuevos
campos en donde fructificar. Ningún estímulo ma-
yor, — me imagino, — podrá haber para su espí-
ritu ansioso de repartir generosamente los tesoros
de que es dueño, lo que realiza desde hace tiem-
po con tan apostólica dedicación, con tan infati-
gable entusiasmo, con fe tan segura y tan incon-
movible. La venida de Eugenio D’Ors a nuestras
playas será además de un feliz acontecimiento en
el sentido de que podremos conocerlo y escuchar-
lo, una fuente de nuevas inquietudes para todos
aquellos que tienen el alma abierta a la sugestión
de los grandes problemas fundamentales de la vi-
da, de la naturaleza y del ser. Y" esto, — como lo
otro, nunca estaremos en condiciones de agra-
decérselo demasiado.
EUGENIO D’ORS
EL ESCRITOR
He dicho que en Eugenio D’Ors hay varias per-
sonalidades interesantísimas que se resumen ar-
moniosamente en una misma. He manifestado ya
lo que se sugieare el filósofo ; hablaré hoy del es-
critor — y a la vez del artista y del poeta — tan
interesante para mí, o más que en el primer as-
pecto estudiado. Uno de los mayores encantos de
la filosofía oreiana está en el estilo en que ha sido
escrita, en sus cualidades de síntesis, de sobrie-
dad, de claridad, realmente raras en un escritor
nacido en España. Puede decirse que D’Ors cono-
ce perfectamente el valor de las palabras y que
posee el arte difícil de expresar su pensamiento,
sin emplear una de menos ni una de más. Por eso
sus párrafos resultan perfectos y aunque se refie-
ra a temas abstrusos y nebulosos se le comprende
perfectamente, conforme las pupilas maravilladas
distinguen hasta el fondo las sugestiones del pai-
saje a través de un aire quieto, límpido y lumi-
noso. Una página de D’Ors, aparte de la canti-
dad de verdad que contenga y que varía nene-
124
Alberto Lasplaces
sariamente para cada lector, ee siempre un plato
de sibarita, un placer para el espíritu y para e’
oído por su sutilidad y su música. Su literatura
tiene, aún más que su filosofía, su sello personal,
sus giros propios, sus pausas, sus ondulaciones.
Emplea el párrafo corto y simple, sin adjetivos
deslumbrantes y engañosos de esos con que pre-
tenden colmar ,sus irremediables vacíos los malos
escritores. Busca siempre la palabra noble y se-
rena, el verbo expresivo, el nombre exacto. Se
adivina que ha trabajado constantemente para
llegar ahí, sin apresuramientos fatales, sin dis-
traerse con otras sugestiones, puliendo su prosa
en la tranquilidad de su tibio refugio como el ar-
tífice arranca luces nuevas a la joya primorosa
en la penumbra de su taller. En esa prosa no res-
plandecen solamente sus cualidades nativas, su
penetración, su inteligencia despierta y vigilante,
su innato buen gusto. Hay también trabajo en
ella, mucho trabajo paciente y constante, conti-
nuado y amoroso, y una voluntad aguzada fina-
mente por el ideal. En ese sentido D'Ors cumple,
el primero, con sus doctrinas. Nada de roman-
ticismos, es decir de improvisación, de individua-
lismo exasperado, de invención pretensiosa, de
deslumbramiento del lector. Es clásico, bien clá-
sico, con su orden sencillo y difícil, con su cuida-
dosa selección de los términos a emplear, con su
horror a lo detonante, a lo “épatant”, y con su
ironía. Algunas veces, — él también es “ciudada-
no” y en ello pone su orgullo mayor, — se mez-
La Buena Cosecha
125
ela a las agitaeionee de la masa, se deja arrastrar
por el paliHtar colectivo, vive la fiebre de las mu-
chedumbres. En esos casos se permite violar un
poco sus normas y peca, pero con mucha suavi-
dad, venialmente cuando más. Pero bien pronto
prosigue su ruta levantando Egeramente su toga
para que no se enlode.
De la obra literaria de Eugenio D’Ors, lo más
importante está contenido en el ‘^Glosar!", en
donde firma ‘^Xenius”. Constituyen el “Glosari”
los artículos que por espacio de muchos años pu-
blicó diariamente en “La veu de Catalunya”, di-
fundido rotativo barcelonés. Llama “Glosas” a
esos pequeños comentarios — pequeños en exten-
sión — y a sí mismo se designa con el nombre de
“el glosador”. Su primera glosa apareció en I."
de Enero de 1906 y la tituló: “La fiesta de los so-
litarios”, un hermoso y amargo cuadro magnífica-
mente deseripto. Alfonso Maseras dice respecto al
carácter y a la representación de esa labor: “El
espectáculo intelectual del mundo sugiere a Xe-
nius un cuotidiano comentario. Cada comentario,
es decir, cada glosa es, ora un precepto, ora una
disertación, ora una crítica, ora un poema. Ningún
interés espiritual descuida Xenius en sus glosas,
ningún matiz de curiosidad por el arte, por la
ciencia, por la vida, por la vida universal: “la vi-
da universal, — dice Azorín, — vista, sentida, ex-
presada por un temperamento qqe siendo clásico,
pristinamente clásico, beneficia de todas las apor-
taciones, ya definitivas, de la revolución román-
126
Alberto Lasplaces
tica”. Al precepto, a la disertación, a la crítica,
a.1 poema, al poema civil inspirado por el espíritu
de ciudadanía, siguen series de glosas que forman
obras completas de ética y de filosofía, novelas de
trascendencia social, tratados de estética y de edu-
cación, pues se continúa en el “Olosari” el pensa-
miento propio de Cataluña tanto en lo universal
como en lo nacional, tanto en lo que tiende a su-
perar las particularidades de cada pueblo para
que éste se nutra de una cultura superior, como
en lo que afirma la personalidad catalana y forma
el substratum de su espíritu tradicional.”
No dejó de ser una audacia la aparición de las
glosas, sobre asuntos serios, “de pensar”, en un
diario, cuyo público, — co.mo sucede generalmen-
te en todos los diarios, — pide cosas bien distin-
tas: información o lo sensacional, pero lo que so-
lamente roce la piel y dé motivo a una satisfac-
ción superficial o tema para las conversaciones.
Por eso es generalmente peligroso dar al público
de los diarios artículos de pensamiento, relega-
dos comunmente a publicaciones de otra índole,
revistas por lo común, buscadas por otra clase
de público. Considérese las dificultades con que
habrá tropezado Xenius, — sobre todo al princi-
pio, cuando tenía que domar a la fiera, — empeña-
do en enseñar que lo único que nos puede redimir
de la animalidad, — sentimiento y pasión que son
“barbarie pura” para él, — es la raaón y lo inte-
lectual. La Cultura, — j libros ! j libros ! grita siem-
pre, — es el único remedio contra las lacras atá-
La BtTENA Cosecha
127
vicas, lo único que puede dominar los brutales
impulsos instintivos, depurarnos, hacernos elegan-
tes y bellos. Como es lógico, al principio el pú-
blico se mostró indiferente, aunque con toda habi-
lidad y con el afán de atraérselo Xenius le serví?
platos ligeros y agradables, llenos de amenidad,
poemas, parábolas, anécdotas, comentarios ama-
ble-tj y armoniosos, en su prosa brillante y pulida
y en pequeñas dosis siempre. Pero poco a poco,
a medida que con armas tan eficaces y con la
fuerza irresistible de la gota de agua que cae
constantemente fué rompiendo el hielo, fué en-
trando en materia poco a poco y empezó a ex-
poner sus puntos de vista sobre las cuestiones más
apasionantes. Y allí comenzó a discutírsele áspera-
mente, que no otra cosa quería él. La inquietud
de que ha hablado entre nosotros tuvo la dicha
de provocarla con su® glosas. Decir inquietud es
decir progreso. Probablemente el hombre es el
único de loe seres capaz de progresar solamente
por eso : porque es el único que siente la inquie^
!ud. Los catalanes se dividieron en dos bandos, —
partidarios y enemigos de Xenius, — estallaron
las polémicas, se formaron centros “novecentis-
tas”, mientras el autor de todo eso sonreía satis-
fecho y seguía ofreciendo todos los días su glosa
al público interesado ya, ávido de su palabra. Y
poco tardó en triunfar. Su® principios, — sobre
todo aquellos referentes a lo colectivo, — la soli-
daridad, el imperialismo, el profesionalismo, la ci-
vilidad, el arbitrarismo, la laicidad, etc., triunfa-
128
AI/BEBTO Lasplaces
ron ampliamente iná^irando toda tma conducta
común y plasmando un nuevo ideal de acción que
sigue un pueblo enérgico, pictórico de fe en si
mismo.
Pero como hemos dicho, las condiciones excep-
cionales de artista escritor han servido a Xenius
como el mejor vehículo de sus ideas. Si no las hu-
biera sabido envolver en un impalpable ropaje de
belleza, ellas no hubieran triunfado tan pronto,
ni se hubieran difundido tanto. Y no debe olvi-
darse tampoco que como arena para su combate,
como cátedra para su profesorado, D’Ors eligió,
con todo acierto, el periódico diario, leído por
mucha gente, por mucha más gente que las publi-
caciones de otra índole. El diario constituye
una de las necesidades ineludibles de los públicos
modernos. No hay casa en que no penetre trayen-
do la palpitación del mundo. Es tan preciso ya
como el pan. Así fué penetrando la inquietud sa-
ludable que Xenius quiso despertar en su pueblo
un poco demasiado absorbido por los menesteres
utilitarios, Eugenio D’Ors es también, — y más
quizá que otra cosa, — un periodista, un altísimo
periodista que hace honor a la profesión y al que
es un poco difícil encontrarle rivales. Y en ella
profesa no como uno de tantos, de esos que van
a buscar en la popularidad que da la hoja diaria
satisfacción a sus vanidades o escalón a sus am-
biciones, sino como una austera obligación de to-
dos los días que nada ni nadie podrá interrum-
pir, Viaja a menudo, llevado por su ansia irresis-
La Buena Cosecha
129
tibie de enriquecer su cultura con nuevos y precio-
sos aportes, pero siempre en el hueco de su colum-
na resplandecerá su palabra como una estrella fi-
ja. El lector confiado, abre el periódico sabiendo
que “allí” estará el fino espíritu que lo ilumina,
incansable en su labor de orientación y de puli-
mento. Y paga ese oro con el oro de su fidelidad
y de su gratitud, y responde a la solicitud del es-
critor asimilando sus enseñanzas y siguiendo sin
esfuerzo la dirección indicada. ¡Es inmenso lo
que puede realizar un escritor de la talla de D ’Ors
con un público que le sea devoto ! Y es inmenso lo
que él ha realizado. Cuando algunos entusiastas
de primera fila, intelectuales y artistas, resolvieron
unir sus glosas y formar libros con ellas, maravi-
lló la imidad y la armonía que entre ellas había.
“La Bien Plantada”, — unas cuantas glosas de
verano, — se convirtió al condensarse en un vo-
lumen, en algo así como la interpretación simbó-
lica del espíritu de la raza, albergado en esa dulce
y fuerte Teresa, y en un evangelio para las jorna-
das por venir. Otras doce glosas de cuaresma,
constituyeron una síntesis expresiva y completa
de una parte muy importante de su actividad de
pensador: “La Filosofía del hombre que trabaja
y que juega”, lindo rótulo que expresa la sustan-
cia de esa nueva interpretación de la ciencia en la
cual distingue la parte meramente utiUtairia de
la que no lo es: trabajo y juego, proclamando, —
claro está, — la superioridad de la actividad
desinteresada que realizamos empujados por im-
9
180
Alberto Lasplaces
pulfios mucho más importantes que los que res-
ponden a la satisfacción de nuestras necesidades
inmediatas. Antipragmatista, pues. Sus otras glo-
sas fueron también formando libros, uno por año,
respondiendo a la solicitud de sus admiradores,
que comprendieron que si bien habían aparecido
en, el periódico eran dignas de una vida mucho
más prolongada, y de releerse y de pensarse de
nuevo fuera de las horas comunmente apresuradas
que dedicamos a la lectura del diario.
Ahora, después de varios años de fecunda la-
bor, podemos estudiar a D’Ors los que no domi-
namos su lengua nativa en las que escribió sus
glosas, las que constituyen casi toda su obra. Sus
libros están siendo traducidos al castellano con
toda rapidez y, justo es decirlo, con gran amor y
éxito, tratando de que sus características litera-
rias se transporten íntegras de un idioma al otro.
Desde el punto de vista de las imitaciones inevi-
tables que su técnica literaria pueda provocar, yo
creo que ello será un bien, pues estamos necesita-
dos de escritores como él, claros y ordenados, se-
renos y sin/tiéticos, eneanigos de las ampulosidar
des de oropel, de las inofensiva audacias verba-
les y de las tontas divagaciones sobre motivos que
están fuera de la vida y que por lo tanto son
pura cursilería. Yo admito a Eugenio D'Ors como
un verdadero maestro en realizaciones literarias
y en periodisnio que no debería ser dolorosa im-
provisación, como ¡ay!, lo es para la inmensa ma-
yoría de los que escribimios en el periódico. Su
L*. Buena Cosecha
131
frecuentación enseñará también que en esta época
no pueden existir ya los escritores ignorantes, los
que se obstinan en producir sin colocarse dentro
del ritmo del tiempo. Ese grito de ¡ cultura ! ¡ cul-
tura ! que lanza a menudo Xenius, es una pro-
t^ta contra la pereza mental de muchos que su-
ponen que el mundo y la humanidad han nacido
y terminan con ellos. Y es también, en consecuen-
cia, un llamado a una disciplina severísima, a un
constante analizar y curiosear y ampUar los hori-
zontes de la vida. Trabajar en silencio, pero traba-
jar siempre parece ser su divisa, una divisa que no
conoce derrota seguramente. No hay nada más
bello que producir, pero no en impulsos desorde-
nados, en genialidades anárquicas. Alguien definió
el genio come paciencia. Es hermosa la obra cuan-
do es el reflejo de nuestra misma vida, cuando
la vamos levantando poco a poco, sin fatigamos
demasiado pero también sin largas pausas deses-
peradas. I Santa continuidad, que enlaza nuestro
esfuerzo de hoy al de ayer y permite que veamos
crecer armoniosamente nuestro edificio cuyos ci-
mientos están en nuestro mismo ser! Y todo ello
sin esclavizar nuestros días al ensueño que nos
ilumina y sin sacrificar una hora a aquello que no
responde a un estímulo que parta desde el fondo
de nosotros mismos. Trabajo y juego, dice Xe-
nius en una feliz síntesis. Y repitamos las palabras
del mismo D’Or» en su magnífica “Glosa paga-
na”: “Y en cuanto a la inteligencia sacrilegamen-
te se equivocan los que la identifican con la previ-
132
Albebto Ii/^enPLAcn
adán y el cál etilo. Que la inteligenoia es por defini-
ción la armonía de los contrarios. Y si en ella se
encuentra una parte de trabajo, también se en-
cuentra una parte de juego. Y si en ella entra un
poco de cálenlo, también ha de entrar un grano
de sal de locura. Del trigo de mis coseohas eoharé
un diezmo al mar. Del pan de mi mesa desmigaré
un poco para lanzarlo a la era, al pasto de loe pá-
jaros y al pasto del azar. Del oro de mi bolsa, es-
caso, y de las horas de mi estrecha vida, dilapida-
ré un poco, para santidad de lo que reste. De lo
que escriba mi pluma, es justo que una parte se
haga pavesas también, una parte que, no conoci-
da de nadie, vuelva por la ventana y suba a la
alto por la escalera de tm rayo de luz, para que
nos sea Ajwlo propicio.”
1921.
EL CENTENÁBIO DE MOLIEBE
De todos loe centenaiioe celebrados eai el co-
mente año en Francia, — país que sabe honrar
en vida a sus escritores y no olvidarlos después
de muertos, — el de Moliere ha sido el más impor-
tante por la signiñcaeión del homenajeado y por
los actos a que ha dado lugar. Ese homenaje ha
rebasado naturalmente loe límites de Francia, no
porque Moliére sea francés sino porque su obra
tiene las oaraeterfeticas necesarias para ser com-
prendida y apreciada en todas partes y en todas
las épocas, a lo que alcanzan sólo muy pocos escri-
tores. Juan Bautista Poquelin nació en 1622 en
Parfe y fué hijo de Juan Poquelin, tapicero del
rey. De acuerdo con las costumbres de la época,
el hijo debía segxár la profesión del padre, pero
según parece el pequeño no tenía mucha afición
por esa clase de trabajo o su padre albergaba otras
ambiciones; así que a los quince años Moliére in-
gresaba en el colegio de Clermont, en donde los
jesuítas educaban a loe hijos de las familias más
linajudas de Francia. El joven Poquelin demostró
134
Alberto Lasplaobb
gran inteligeneia y facilidad por el estudio, desta-
cándose bien pronto en filosofía, humanidades y
en literatura. Pero no siguió ninguna carrera, y
aunque no está bien claro, se supone que por al-
gún tiempo se dedicó al oficio de su padre incor-
porado a la servidumbre del rey Luis Xin. Acom-
pañando a ese rey se encontró en Nimes en 1642
con una joven, Magdalena Bejart, de la cual se
enamoró de inmediato. Magdalena trabajaba en
una pequeña compañía teatral que daba funcio-
nes cerca de aquella ciudad. Ese encuentro deci-
dió la vocación de Moliére. Abandonó profesión,
corte y familia por unirse a la mujer que amaba
y se hizo cómico también como ella. Así, a los
veintiún años fundaba el ‘^Ilustre teatro”, que
con varia fortuna recorrió casi toda Francia. En
cierta ocasión los asuntos fueron tan mal que Mo-
liére hubo de ser encerrado en la prisión de Cha-
telet, de donde pudo salir a duras penas. Recién
en 1658 se instaló con su compañía en París, tra-
bajando por primera vez ante la reina madre y
el rey en la sala de guardias del viejo palacio del
Louvre. Desde entonces hasta su muerte, ocurrida
en 1673, el gran autor no abandonó a París, en
donde conoció todas las satisfacciones reservadas
a los grandes artistas. Protegido por Luis XIV
y por Ninón de Léñelos, nada más le faltaba para
obtener éxito. Boileau y La Pontaine fueron sus
admiradores y amigos, y su nombre fue muy pron-
to popular en todo París. A pesar de su cuna bur-
guesa, el rey lo recibió a su mesa y lo introdujo
La Bukna Cosecha
135
entT€ gu8 cortesanos, cosa inusitada en aquellos
tiempos. La mayoría de sus obras obtuvieron su-
cesos hasta entonces desconocidos en el teatro.
Sin embargo para Moliére hubo también grandes
amarguras. La peor de todas la constituyó la in-
fidelidad de eu mujer, de la cual siempre estuvo
enamorado. Otra, fué su enfermedad, que lo aba-
tió joven aún y en pleno trabajo. Tuvo también
sus detractores, sus envidiosos que no le perdona-
ban eu genio o sus críticas, y sobre todo sus triun-
fos. El mismo día en que murió, 17 de Febrero de
1673, cuando la cuarta representación de su “En-
fermo imaginario”, Moliére, sumamente fatigado,
dijo a su mujer y al actor Barón que lo atendían :
— ^Mientras mi vida fué una mezcla de dolor y
de placer, me sentí feliz. Pero hoy que estoy ago-
biado de penas, sin poder contar con ningún mo-
mento de satisfacción, me doy cuenta que es ne-
cesario abandonar la partida. No es posible man-
tenerse entre los dolores y los disgustos que no
me dan un instante de descanso. ¡ Que un hombre
sufra antes de morir! Sin embargo, siento que me
voy. . .
Poco después, en medio de una escena burlesca
de su obra, cuando más fuertes eran las risas de
su auditorio, Moliére tuvo una convulsión de la
que muchos se dieron euenta; pero no abandonó
por eso su rol y la obra llegó al final. Caído el
telón, fué conducido moribundo a su casa de la
calle Riehelieu, en donde falleció poco después, a
las 10 de la noche. Su muerte causó gran pesar
136
A.L8EET0 LASPLACBS
en todas partee y al ser conducido al cementerio
de San José, en Montmartre, una gran muchedum-
bre acompañó eus restoe, presidida por su mujer
y sus ñeles amigos Boileau, La Fontaine, Mignard,
Chapelle y todos loe actores de su compañía. Bec
entierro se realizó de noche a causa de que el ar-
zobispo de París no quiso dar permiso para que
Se efectuara de día porque Moliére ejercía un ofi-
cio villano para la iglesia y porque había muerto
sin recibir los sacramentos . . .
La obra de Moliére es muy vasta y consta de
más de treinta realizaciones: dramas, comedias,
farsas, etc. A p^ar de ello, no comenzó a escribir
desde ¡muy joven como otros autores. Su primera
obra de garra “El aturdido”, fué estrellada poco
antes de instalarse en Parfe, en 1658, a ios treinta
y seis años de edad. “Las preciosas rid|ículas”, su
primer gran éxito de autor, data de Í.659. Desde
entonces su producción continúa, hasta su
muerte, y aunque tentó todos los géneros de tea-
tro, desde la farsa italiana, a la comedia heroica y
a la tragedia, sobresalió extraordinariamente en
la comedia de exposición y estudio de caracteres
humanos, poseyendo una habilidad extraor(£naria
para descubrir los vicios, lo ridículo, lo grotesco,
y para exponerlo en escena. En ese sentido puede
decirse que ninguna literatura moderna ha produ-
cido nada que pueda parangonarse con Moliére.
La Buena Cosecha
137
Como ereador de tipoa está etuú a la altura de
Shakespeare. En cada una de sus comedias hay un
peiBonaja central, tomado de la realidad y exa-
gerado en uno de sus aspectos hasta conirertirlo
en un ser que provoca la risa del auditorio. ¿Que-
rría Moliere enseñar riendo, como sostienen al-
gunos que pretenden dar a su obra una significa-
ción pedagógica, o sólo trató de vengarse de sus
enemigos poniéndolos en la picota pública? Quí^á
existieran esos dos propósitos, pero haya sido uno
u otro, o los dos, lo cierto es que tal causa unida
a su genio, crearon uno de los más vastos teatros
cómicos que han existido hasta ahora. En las
“Preciosas Ridiculas" hace crítica de las coque>
tas recalcitrantes que se empeñan en conservar las
viejas modas de su juventud; “Tartufo" es el hi-
pócrita, el cobarde que nunca hace frente aparen-
temente a las circunstancias pero que extrae de
ellas todo lo que puede en su provecho; “Harpa-
gón" es el avaro, el usurero, el hombre sin nin-
guna clase de sentimientos y cuya vida tiene una
sola finalidad: amontonar dinero; “El burgués
gentilhombre" es el arrivista, el hombre sin inte-
ligencia, sin instrucción, ni educación, ni gustos,
ni maneras, que cree que para tener todo eso bas-
ta con poseer una bolsa bien repleta y gastar; “El
señor de Poureeaugnac" es el vanidoso, el ataca-
do de narcisismo agudo, el que todo lo despreci.a
desde las almenas de su orgullo y que no es al
fin y al cabo más que un pavo real sugestionado
por la contemplación de su cola; Geronte es el
138
Alberto I.asplaoes
charlatán traficendental y hueco, puro palabrerío
sin sustancia; Escapin, el píllete hábil y alegre
que sabe vencer todos los obstáculos a fuerza de
astucia ; Diafoirus, el médico pedante que intenta
curar las enfermedades con frases en latín y re-
cetas disparatadas y sin estudiar para nada el en-
fermo. No todos los personajes creados por Molie-
re son de esta clase, y los hay también honestos,
adornados por las mayores virtudes, como Alces-
tes, Clitandro, Filinto. Pero sus creaciones princi-
pales están inspiradas en la imperfección humana.
“El objeto de la comedia — escribió él mismo —
es presentar en general los defectos de los hom-
bres y especialmente de los hombres de nuestro
siglo.” Esa preciosa confesión nos dice que Mo
liére no trátaba de poner en solfa sino los seres
que lo rodeaban, pero su genio convirtió esas som-
bras efímeras en personajés inmortales. jSon aca-
so distintos los Harpagones y Tartufos, y Trino-
ttines y Jourdains de ahora a los de entonces? La
prueba de que las obras de Moliere gusten tanto
hoy como hace tres siglos en que fueron construi-
das, es decisiva. Moliére no ha llevado a escena
“un” avaro, ni “un” hipócrita, ni “un” pedan-
te, ni “un” charlatán, sino que ha creado verda-
deros tipos representativos, personajes cargados
de sustancia humana hasta el punto de convertirse
en símbolos. Tartufo es “el” hipócrita; Harpagón
“el” avaro, lo mismo que en las obras de Shakefr
peare, Machbeth es la ambición, Hamlet la duda.
Otelo los celos, Eomeo el amor. He ahí la facultad
La Buena Cosecha
139
maravillosa del ^enio y que a menudo se ignora
en sí mismo. Todavía nos encantan los versos a la
Snl amita y nos entusiasman las maldiciones de
Prometeo, El genio es universalidad e inmortali-
dad. La o.bra de Moliére posee esas dos caracte-
rísticas: por eso mientras haya hombres, vivirá
eosn ellos.
Moliére no hizo sólo teatro psicológico, de des-
cripción de caracteres humanos, sino también his-
tórico, es decir, de costumbres. Hay en sus obras
un fiel y vaidadó reflejo de la sociedad de su
tiempo, de la Corte, — con la cual vivió en intime
contacto en sus últimos años, — de la burguesía,
del pueblo de la ciudad, y del pueblo de los cam-
pos. Efe cierto que de acuerdo con la particulari-
dad de su penetración, Moliére vió a sus contem-
poráneos a través del lente del ridículo y que no
es pasible admitir que todo fuera allí como él lo
describió; pero está fuera de duda que su espí-
ritu crítico no hizo sino trasladar al escenario di-
versos aspectos de la vida corriente. Un estudio
detenido de esa humanidad que puede formarse
€on el conjunto de las obras de Moliére, — de las
que es posible destacar más de cien per6onaje.s
distintos, hombres y ¡mujeres, nobles y villanos,
— nos prueba que el hombre en sí, en su manera
de ser, de pensar, de manifestarse y sobre todo
de exponerse al juicio de los demás, es exactamen-
te igual hoy que ayer, y seguramente, que maña-
na. I.OS valores psicológicos y morales, es decir,
140
ALBEIvTO Lasplaces
lo« que pertenecen por entero al ser, fuera de las
eolicitaciones del exterior, no se modifican, y las
músmae virtudes y debilidades, las mismas exee-
iencias e imperfecciones constituyen los atributos
imperturbables del alma humana a través de loe
siglos. Por eso, a pesar de la diferencia de organi-
«ación social, de ideas predoaninantes, de orienta-
ción de conducta que hay entre la sociedad pin-
tada por Moliere y la nuestra, nos parece que sus
obras son actuales y que sólo bastaría cambiar de
traje a loe actores para que nada (haya cambiado.
Así se explica que Moliiére eeai el más popular de
los autores teatrales de Francia, aquel que no sólo
obtuvo mayores éxitos durante su vida, sino tam-
bién después de muerto, sosteniéndose su nombro
en los programas como no ha sucedido con otro
niniguno. Sólo en el Teatro Francés, o “Casa Mo-
liére”, sus obras se han representado desde 1680
hasta 1920 nada menos que 21.472 veces, habien-
do merecido más de mil representación^ las si-
guientes de sus obras: “El avaro”, “El misán-
tropo”, “Las mujeres sabias”, “Escuela de mu-
jeres”, “Escuela de maridos”, “El enfermo ima-
ginario”, “El médico a pesar suyo” y “Despecho
amoroso”. Algunas obras de Moliere, inferiores f
de circunstancias no se representan ya. como
“Don García de Navarra”, “Don Juan”, “El
amor médico”, “La princesa Elida”, “Los aman-
tes magníficos”, etc. Pero la mayoría de las que
compuso siguen siendo guatíadas y aplaudidas en
todas partes en donde se representen.
La Bttbka Cosecha
141
Otro aspecto de Moliére que lo asemeja a Sha-
kespeare: su profesión de actor. Su vocación de
autor se despertó como una consecuencia de su
oficio de cómico. Hasta Moliere puede decirse que
no existió la comedia en el sentido moderno de la
palabra. El mismo debutó en el “Ilustre teatro”
trabajando en farsas reflejadas en ese género de
teatro de fantasía importado de Italia. Sus largas
andanzas por toda Francia a la cabeza de su com-
pañía, las alegrías y disgustos propios de esa vida
pintoresca y aventurera, el prodigioso número «Te
tipos interesantes con que estuvo en contacto y
que hasta entonces no habían sido llevados a es-
cena, le inspiraron un teatro mis serio que el que
hacía comunmente, y en el cual colaboraron, sin
duda alguna, su cultura intelectual y sus gustos
adquiridos en el comercio con las clases más ele-
vadas de la sociedad de entonces. En la farsa, el
actor improvisaba sino la acción por lo menos lo
que decía, aún cuando ciñéndose siempre a un
plan. Esa necesidad de improvisar aguzó las fa-
cultades creativas de Moliére llevándolo' a escri-
bir no sólo los argumentos sino a fijar el conteni-
do de los diálogos y los monólogos co-mo ya se
hacía con la tragedia que era un género de teatro
más en boga, pues la comedia era considerada en-
tonces un género inferior. Esa inferioridad no se
refería sólo a las oibras sino, que también se ex-
tendía a los actores que las representaban, y las
más solemnes instituciones de su tiempo no los re-
cibían en su seno. Moliére frecuentó la corte gra-
142
Alberto Laspiaces
cías a la protección de Luis XIV y de eu favo-
rita, pero en cambio no. pudo entrar en la Acade-
mia Francesa. Recuérdase que su ilustre amigo
Boileau fue encargado de hacerle la proposición:
“La Academia me envía para ofreceros un sillón,
siempre que renunciéis a vuestra profesión de ac-
tor.’’ Moliére sacrificó esc honor por su profesión,
y prefirió seguir encamando sus propios persona-
jes a figurar como uno de los cuarenta inmorta-
les. Es verdad que no tuvo necesidad de formar
parte de esa corporación para ser recordado siem-
pre y para que se le reconociera como uno de los
más grandes ingenios teatrales que han existido,
mientras que la casi totalidad de los “inmortales”
de la Academia han sido sepultados definitiva-
mente en el olvido. Tampoco la iglesia católica lo
toleró ni le perdonó su oficio. Después de muerto,
el rey que había prometido para sus restos el mis-
mo lugar que para cualquier otro, discutía con el
cura de San Eustaquio que se negaba a recibir en
el cementerio de su parroquia el cadáver de Mo-
liére, argumentando que las disposiciones eclesiás-
ticas excomulgaban a los cómicos. En ese momen-
to al rey se le ocurrió una idea salvadora: —
“i Hasta qué profundidad la tierra es santa?” —
“Hasta cuatro pies”, contestó el cura. — “Pues
bien, ordenó el rey, enterradlo a seis pies”. Y así
fué como Moliére pudo obtener para su descanso
eterno un poco de tierra como todo el mundo . . .
1922.
ELLEN KEY
Todae las veces que se me ha presentado la oca'
sión, aún cuando ella no se pieseaitaba por más
que lo deseara ardientemente, he aconsejado la
lectura de un pequeño volumen admirable en todo
sentido y titulado-: ‘^El siglo de los niños”. Este
libro de amor y pedagogía — palabras que debie-
ran ser inseparables — ha sido escrito por una
mujer anciana ya, que no ha conocido las delicias
de la maternidad, y cuyo nouLbre debería ser uni-
verealmente conocido: Bllen Key. No se encon-
trará en él la exposición de un sistema de ense-
ñanza más o menos rígido, ya basado en un prin-
cipio de orientación filosóñca o extraído de la
simple labor empírica. Seguramente que los maes-
tros de ningún país cuentan ese libro entre los
textos de consulta que les señalan loe profesores.
No hay en él ciencia, orden técnico, divisiones
reguladoras. Pero hay en cambio una cosa muy
rara, que todavía tiene poco valor en el ambiente
educacional : ideas y sentimientos. De ahí una ti-
Meza cordial que parece que emana de las suaves
144
Aibbbto Laspi^csb
páginas en que la escritora ha roleado su cora-
zón y los frutos maduros de su experiencia. Des-
de el primer momento notamos que estamos fren-
te a un alma sana que ha hecho de la sinceridad
su eívangelio y no teme herir prejuicios y errores
que han adquirido bajo las arrugas de los añu«
un aspecto superficialmente respetable. Su libro
es una cálida requMtoria contra los enemigos del
niño, que suelen ser los padres los primeros, y des-
pués los maestros. Sus juicios como sus conclu-
siones cthocarán, necesariamente, a aquellos que
no han hecho más que recibir las cosas hechas v
tratan de trasmitirlas igual como las han recibi-
do. PerO' para loa espíritus librea, ¡qué hermoso,
qué fresco regalo el de “El siglo de los niños" !
Comenzando por donde debe, Ellen Key busca
en la unión matrimonial el germen vital que en-
gendrará al hijo, inanortaliizador de la e^ecie. Pa-
ra ello reclama solamente Amor, desprovisto de
toda ficción que contribuya fatalmente a desviar
su cometido y a debilitar sus frutos. “El primer
derecho de los hijos — dice — es el de no nacer
de una tinión discorde ; y por eso deberá ser libre
la unión, para que sepan los cónyuges al contraer-
ía y desatarla que no podrán nunca sustraerse a
ciertos deheres paternales." Porque ahí, en esos
deberes de paterni'dad, radica, según la escritora,
toda la razón de ser de nuestra vida. Nuestros de-
beres de padres nacen con nosotros mismos, en la
cuna en la que somos mecidos por manos vigilan-
tes y acariciadoras. Y desde el momento en que
La Buena Cosecha
145
amamoe ni un átomo de nuestro ser tiene dere-
cho a negarse a cumplir con su misión sagrada.
Que no haya padres sin hijos ni hijos sin padres :
he ahí o^tra de sus grandes preocupaciones. “Cuan-
do Europa entera — dice — se estremeció indig-
nada por el asesinato de la emperatriz de Austria >
para mí lo más doloroso y terrible fue la confe-
sión del asesino: ¡no conocí a mis padres!” Am-
pliando ese principio y dándole su verdadera tras-
cendencia, llega a la defensa de la maternidad en
todas las mujeres, absolutamente en todas, sea el
estado civil que sea. Si los hijos tienen derecho
a la dedicación de sus padres, toda mujer tiene
derecho a su hijo, salvo en caso de enfermedad
transmisible a la pequeña ^dda a que da origen.
Por eso no distingue entre hijos legales y natura-
les, esa bárbara clasifieación corriente. “Llegará
el día — dice — en que cada hijo será sagrado,
sea cual fuere el sentimiento que unió a sus pa-
dres. Llagará el momento en que toda materni-
dad será sagrada y si nació de un amor verdade-
ro será maternidad verdadera y respetada.”
Después de esto estudia Ellen Key las condi-
ciones actuales de la mujer respecto a su capaci-
dad para la maternidad. Insiste más adelante so-
bre la educación que se lee da a los niños en el
hogar, teniendo frases crueles pero exactas sohre
ella. Repite con tristeza las duras palabras de Ga-
briela Reuter: “Parece que estuviera escrito que
las madree se equivoquen cuando creen obrar en
provecho de sus hijos.” Estigmatiza la falta de
10
Alberto Lasplaces
UG
preparación con que llegan toda» lae muierea al
matrimonio, la aueencia de capacidaid para llenar
debidamente eim delicadas funciones. Hace ver
claramente que los defectos de los niños son ori-
ginados en su mayor parte por la imperfeicta edu-
cación que reciben : son mentirosos si el temor los
domina; caprichosos y violentos si están regidos
por una mal entendida tolerancia; tristes si no
reciben las caricias que necemtan. Discípula de
Montaigne y de Rousseau, para los cuales tiene
grandes encomios, abomina la parte de artificio y
falsedad que hay en la actual educación infantil,
aunque sán caer en las exageraciones del famoso
autor del “Emilio". Quiere, como aquél, que se
retorne a la naturaleza, al contacto continuo y sa-
ludable con las fuentes incontaminadas, a la inge-
nuidad de las formas desnudas y primitivas, pero
todo eso sin olvidar las condiciones del ambiente,
al cual pretende reformar mejorándolo y no des-
conociéndolo. “Las palabras de Montaigne — di
ce — “sólo la experiencia enseñará a los niños a
amar las cosas verdaderamente buenas" deberían
ser grabadas en oro para que las tuvieran siempre
presentes las madres que sólo permiten a sus hi-
jos la lectura de reducido niúmero de páginas de
un libro elegido por ellas, y que para dejarles co-
mer una o dos ciruelas cuando vuelven do paseo,
o beber un vaso de agua, deben pensarlo seria-
mente. El mucho dormir, correr, comer y leer —
en una palabra, todo exceso — constituye una
ciencia de la vida y forma parte de los derechos
La BtTFNA CoSKCHA
U7
del hombre. Y q’uien no eomete los exceso» a su
debido tiempo se encontrará ávido de ellos el día
que lejos de la vasta materna se sienta libre y
responsable de su propia libertad. ’ ’
Aborda después la ilustre escritora sueca el es-
tudio de la escuela pública, en donde se desarro-
lla gran parte de la vida de. nuestros niños. Para
dairse cuenta del estado de espíritu con que trata
da dicho tema me bastará con transcribir el tí-
tulo del capítulo a que me refiero : ^‘Cómo se ma-
tan las almas en la escuela”. Y conste que Ellen
Key habla con conocimiento de causa, pues ha si^-
do durante mucho tiempo maestra de escuela.
Plasma más adelante en otro capítulo.: ^‘La es-
cuela del porvenir”, el espectáculo mágico que la-
te en sus generosos ensueños. Quiere que la pri-
mera educación se realice en el mismo hogar, en
el tibio rescoldo del amor materno: “La verdade-
ra comunidad es el hogar, en donde el niño debe
recibir el primer ejemplo de concordia y de ac-
tividad, mientras la escuela, con sus programas y
ejercicios, impide la educación social doméstica o
la sustituye malamente.” Tiene un respeto abso-
luto, casi supersticioso, por la Ebertad individual,
y basa su sistema de educación en la o.bra tam-
bién individual: “Entre las extrechas reglas de
la escuela moderna pretendemos moldear la blan-
da cera hiimana, o, mejor dioiho, la tratamos como
«i fuera un canto rodado de la playa, juguete sin
descanso de las olas.” Y po,ne en ridículo la rigi-
dez y la uniformidad de los programas: “Esta
148
AI^BXBTO LiASPIaACBg
uniformidadl deprime y atrofia la mente de loe-
maestros y de los diecípnloe; la iniciativa de los
maestros inteligentes es ahogada por una red de
exigeneias y prejuicios, de obligación^ y princi-
pios y sólo de vez en cuando se emancipa alguno,
pero a costa de un escepticismo absoluto-.” Y tef^
mina el libro con acertadfeimas observaciones re-
ferentes a la enseñanza de la religión y a la de-
lincuencia infantil, problemas que la preocupan
preferentemente y que resuelve, como todo, con
una independen-cia de criteriq que nos asombra
por venir de una mujer, más encadenada que el
hombre todavía a los prejuicios corrientes.
Tal "El siglo de los niños” á través de xin ra-
pidísimo e insuficiente examen que no puede sino
dar una idea imperfecta de sus grandes méritos.
Tal el libro que desearía ver en todas las manos
como un breviario de la vida cuyas páginas se re-
corren ante el altar de los afectos más puros y
más santos: el ho-gar. Desde la primera hasta la
última página, el libro de Ellen Key parece una
oración ininterrumpida, un alegato profundo pro-
nunciado con palabras fervientes, un éxtasis en e!
que vibra un alma sensible y casi quimérica en su
afán de ver perfeccionada la humanidad, a la cual,
como Eousseau, su más gran inspirador, oree po-
seedora de un fondo de bondad primitiva que da
esperanza a sus ensueños. Esa fe de la gran es-
critora se trasmite al lector gracias a la since-
ridad que se transparenta a través de su estilo
•álido y enérgico, a la gran fuerza de convicción
La Bu«na Qosboha
149
de «US palabras inspirada®, a la lionradee de su
propósito y a la intensidad de su propia suges-
tión. Libro de ideas que no posea esos atributos
€6 vano humo en el viento, engañador espejismo
«obre las llanuras inacabables. Conforme la lectu-
ra de las vidas santas arrastró a Iñigo de Loyola
a la práctica de las virtudes aprendidas, y encen-
dió en su alma una hoguera inacabable con ele-
mentos hasta entonces desconocidos en ella, así
también al leer estas páginas suav® y fuertes al
mismo tiempo no. hay quien no se haga la pro-
mesa de cumplir con lo que ellas dicen. . .
Octubre, de 1922.
EL ESTÚPIDO Sr. LEÓN DAUDET
León Daudet es el más virulento insultador de
Francia', patria de Julio Valles, León Eloy y En-
rique Roehefort. Encaramado en su tribuna de
“L’Action Francaise”, cumple todos los días des-
de la eolumna editorial, como quien oficia un ri-
to, con la tarea de aplicar a alguien una porción
de adjetivos violentos y multieororee, de frases
lapidarias, de injurias pintorescas. Pero, como ha
sucedido siempre oon loe que cultivan esa clase
de literatura de alienados, los muertos que que-
dan detrás de cada artículo siguen gozando, óle
buena salud. Su diario está muy lejos de temer la
popularidad que algunos creen. Durante los me-
ses en que estuve en París no lo vi figurar en nin-
gún kiosco. Es cierto que los “eamelo.te” lo pega-
ban en las paredes de los bulevares, y quei allí tu-
ve ocasión' algunas veces de enterarme en qué
©onsiistía él periodismo de Daudet. Pero a pesar
de esa baratura, el gran río humano que puebla
el centro de París, desfilaba indiferente ante él.
Solo algún transeúnte se acercaba y, o abandona-
152
Alberto Lasplaces
ba en seguida la lectura o proseguía hasta el fin
y se retiraba después con la risa en los labios, co-
mo quien acaba de presenciar las piruetas de un
olown. Las cóleras dje Mr. Daudet no pueden ter-
minar como las de otros en burlonas eanzonetas
en los cabarets mortmartrenses, porque son ellas
mismas interpretadas como eanzonetas. Ha con-
vertido “L’Action Francaise” en un tablado en
el que gesticula todos los días ante un público fa-
tigado, haciéndose acompañar por Carlos Mau-
rras, que es exactamente su reverso, pues toma
todas las cosas en serio, empleandoi un tono en-
fático y doctoral y se arriesga siempre por sen-
das obscuras y metafísicas. La complexión exube-
rante de Mr. Daudet tiene posiblemente gran par-
te de la culpa en su “eructación apasionada", co-
mo la define un fino crítico francés, el cual dice
que llega a encolerizarse sin darse cuenta. “Mr.
Daudet — observa — monta en cólera como Mr.
Joiirdain hablaba en prosa". . .
Pero Mr. León Daudet se ha cansado ya de in-
sultar, de vomitar atrocidades contra sus contem-
poráneos. Su enfermedad adquiere ahora sínto-
mas retrospectives. No contento con apabullar a
sus semejantes del siglo XX, la emprende ahora
contra los de la centuria pasada. Y para ello ha
escrito un libro titulado: “El estúpido siglo
XIX", que se comenta en todas partes, provo-
cando discusiones que dan a ese volumen un va-
lor que está lejos de tener, ya quo su único fin ha
sido el de provocar el escándalo y hacer reclame
La Büssía CJosboha
153
al autor. No todo lo del siglo XTX ha sádo malo
para Daudet, pero sí lo ha eido' el espíritu demo-
crático y liberal que le dan fisonomía propia. Por-
que Mr. Daudet, es uno de los pocos monarquis-
tas que quedan en Francia y no puede, perdonar
que la república ee haya afianzado en su país, co^
mo en casi todo el mundo civilizado, después de
la revolución de 1789. Todas sus opiniones, ya
sean literarias, como filosóficas, coma políticas,
giran en redor del principio de que la monarr
quía es lo único aceptable en el mundo'. Así no
es extraño que Mr. Daudet viva en un constante
mal humor, pues no pasa un solo día sin que sus
ideas sufran algún pisO'tón de la realidad, que
parece complacerse en contradecirlo. En un tem-
peramento como el suyo- se expHca hasta ciertO'
punto- la cólera que lo enciende permanentemen-
te, pues de todas partes lo castigan, lo inritan. Se
revuelve como una fiera enjaulada pero sus bra-
midos no asustan ya a nadie porque todos saben
que son inofensivos.
Poco antes de la aparición de “El estúpido si-
glo XIX”, Daudet hizo unas declaraciones que lo
anunciaban, a Andró Lang, que lo visitó en nom-
bre de los “Anales”. Ya entonces lo vemos em-
peñado en negar la escuela realista y naturalis-
ta: “Tres hombres, — dice, — son considerados
como padres o creadores de la escuela realista :
Balzae, Stendhal y Plaubert. Pero Balzac es un
imaginativo. La observación en él es un pretexto,
es la cerilla frotada que inflama la imaginación.
154
AI.BEBTO LASPLACES
Balzac ee un gran lírico con un diáloigo neto y
preciso, un diálogo de autor dramático. En Sten-
dhal son las cualidades de análisis, de introspec-
ción las que dominan. Es un psicólogo todavía
muy romántico pero no un naturalista. Por deba-
jo de ellos, en mi opinión, desde el punto de vis-
ta de la inteligencia y mucho más fatigante, Gus-
tavo Fláubert es un realista. Como todo el mun-
do, yo estuve loco por Plaubert durante mi juven-
tud. Hoy en día el único libro suyo que puedo
soportar es “Madame Bovaiy”, i>orque es el
único en el que hay un poco de emoción. El res-
to no es más que trabajo de manquetiería; está
bien hecho pero es terriblemente aburridor. Es el
escritor más fácilmente imitable : un ronron ador-
meoedor, una explosión, una tirada corta y vuel-
ta otra vez al ronron. He ahí los creadores de la
escuela realista, i Y quienes son sus herederos es-
pirituales? Pongamos aparte a mi padre, “feli-
bre” escribiendo en franeiés que no- debe su -geni^'
más que a su corazón, i Qué resta además de aque-
lla gran época? IMLaupassant? : estudios interesan-
tes pero literatura propia para caballos de carre-
ra y todo ese mundo. Los Goncourt, de loe que
estimo altamente la obra histórica y de loe que
me agrada mucho el curioso' “Diario”. ¿No hay
más? No hablemos de Zola, porque en él no hay
otra cosa fuera de su lengua y su vocabulario de
albañalero que habrá siempre que conthatir. Yo
no he visto nunca ho'mbre más -bestia que Zola y
nunca he leído nada más bestial que sus obras...”
La Büena Cosecha
15&
En eaa opinión sobre Zola está presente el odio
del monarquista militarista y católico contra el
gran escritor que tomó parte tan principal en la
revisión del asunto Dreyfus. Una venda espesa le
cubre los ojos y él que llama bestia a Zola y que
dice que su vo-eabulario es el de un albafíalero, no
hace sino pronunciar palabras infectas, .gritar co-
mo un energúmeno borracho, en un café de arra-
bal; Pero no son solos Maupaasant y Zola los que
estimulan sus cóleras. “El estúpido siglo XIX
es una requisitoria frenética contra lo más sobre-
saliente del siglo pasado, pero solamente en
Francia, — ya que Daudet como buen eamelot
cree que nada de importancia ha sucedido fuera
de ella, ni en el siglo pasado ni en ningún otro.
Napoleón es un prodigioso, imbécil; Rousseau un
loco desatado.; Renán un pervertidor; Faguet un
mugriento; Brunetiere galopa sobre un borrrcb
paradojal persiguiendo al espíritu que le huye.
Víctor Hugo es un tartufo. Jorge Saud es el ti-
po del escritor declamatorio que quiere, ante to-
do, mostrar su gran eorasón y disáimular bajo be-
llos períódos, un temperamento de fuego. Dumas,
hijo, es el loco que se cree sabio. Leconte de l'Isle
es un frígido cretino, Hered&a un cerrajero del
arte. Henry de Regnier es a la poesía lo que la
pianola a la música. Juzgando el libro, dice Hen-
ry Bidou: “Un perentorio: esto es idiota, basta
para destrozar una teoría. Uno queda aturdido de
semejante golpe.” El mismo erítioo dieo también:
“En “El estúpido siglo XIX”, Daudet se enear-
156
AIjBBRTO Lasplaoes
niia contra todos los eseritoree que han hecho po-
lítica deanocrática^” He ahí el gran secreto de
todas sus cóleras, el impulso' esconidido' de sus ri-
dículos juicios. Daudet haoe con los hombree una
división simplista y de acuerdo oon ella los catalo-
ga. Oficia de padre eterno en eJ día del juicio fi-
nal y coloca a los monárquicos a la derecha y a
los no monárquicos a la izquierda. Para aquéllos
será la bienaventuranza eterna; para los otros la
condenación sin remedio, la mirada cargada de
odio, la palabra maloliente, el fallo sin atenuan-
tes. Magnífico de ira se levanta para condenar
como uno de aquellos reyezuelos ventrudos y ges-
ticulantes que dibujó Gustavo Doré para lo»
'‘'Cuentos droláticos’' de Balzac o para las humo-
radas de Babelais.
Para un cerebro rígido y estrechamente lo-calis-
ia como es el de Daudet, todo aquello que no sea
francés no existe. Su posición es idéntica a la do
loe famosos profesores de la “kultur”, para los
cuales todo ora despreciable fuera de Alemania.
Tampoco tiene para él ningún valor la ciencia
que brilló en el siglo XIX incomparablemente
más que en ninguna otra centuria de la historia
humana. Para Daudet no hay sino aeontecimien-
t€s políticos y literarios, es decir: políticos y lite-
ratos. De ese modo reduce considerablemente la
tarea de repartir mandobles con gesto de matón
hacia todos lados. Todo el siglo pasado se encuen-
tra contagiado de racionalismo, positivismo, mate-
rialismo en el orden filosófico, y en el literario de
La Buena Cosecha
157
romanticismo, reaJiemo y naturalismo. La polí-
tica tiene necesariamente que seguir las mismas
normas pues su ideología es idéntica Democracia
y romanticismo son la misma eosa: el culto del
yo. Por eso abomina tanto a la repdbliea como a
Chateaubriand y Hugo;. Hay también una rela-
ción estrecha entre las tendencias socialistas y las
doctrinas positivistas que llegan cada una dentro
de su esfera a la negación de las jerarquías his-
tóricas y a la creación de un orden nuevo tanto
en la especulación filosófica como en la estructura
de las sociedades. La monarquía y la religión,
asentadas sobre parecidos soportes metafísieos —
han sido objeto de rudos ataques y se han visto
desalojadas de la mayoría de sus posiciones. Aún,
por razones de inercia, se mantienen en algunas
partes, pero despojadas de toda su majestad y del
poder de que disponían sobre los hombres, los
cuales las soportan de mala gana y al precio de
no ser demasiado exigentes. Los dogmas que no
se niegan se discuten, y la personalidad humana,
que en otros tiempos desaparecía, ha reconquis-
tado todo su esplendor y ya noi es posible anu-
larla al simple mandato de ocultas divinidades o
bajo el despotismo de una clase privilegiada por
cuyas venas dicen -que corre sangre azul De ahí
los berridos cómicos de León Daudet contra el
siglo XIX, que impuso definitivamente los nuevos
valorea de liberación y supo desgastar los pies de
barro de loe dioses y de los reyes. BJ quisiera
otra humanidad, domesticada y humilde, tran-
159
AIíBBRTO Lajsplaohs
quila y obediente, temerosa de los castigos de ul-
tratumba y adicta a sus amos terrestres. Pero eso,
no será porque no pued'e ser, ni podrá a©r más.
No en vano el tiempoí corre y estamos ya en el
siglo XX. Pero este impagable payaso supone que
el nuestro es un ságloi de reacción y de arrepen-
timiento. Así loa a Paul Bourget, que hace van-
deanismo, como escritor representativo de Fran-
cia, y olvida a Anatole France, a Barbusse, a Ro-
main Rolland, a Duhamel ... Y olvida también a
t^odo el mundo fuera de París, como si más allá
de las fortificaciones se extendiera taquel mar des-
conocido que limitaba la tierra para la cándida
imaginación de los primeros pueblos de la histo-
ria. El libro de Daiidet pierde, pues, hasta en am-
plitud, a causa de las limitaciones que él mismo
k ha impuesto. El título de “El estúpido siglo
XIX” es un título falso po<r todos los costados.
Su siglo XX es un siglo- solamente francés y mi-
rado apenas bajo el -aspecto político y literario.
Nada más. Fuera de eso, su falta de ductilidad ce-
rebral lo convierte en injusto, y parcial, y hace del
^uyo un libro de polémica y de combate en vez
de serlo de serena y penetrante crítica histórica.
En algunos círculos literarios y filosóficos se nota
una reacción enérgica contra lo que nos ha le-
gado el siglo XIX, y escritores de positivo volu-
men, como Eugenio D’Ors por ejemploi en nues-
tra lengua, tienen para la transcurrida centuria
severas palabras de condenación. Pero esos escri-
tores están animados de un propósito devenir»-
La Büena Cosrcha
159
ta y ataoan sobre todo la peínsistemeia de los idea-
les que ya han caducado y estorban con su' ma-
sa el afianzamiento de los recién llegados. Pero
Daudet habla en nombre del pasado en vez de
hacerlo tendiendo la vista al porvenir. Para él
nada mejor que el siglo XVI y debiera hacerse
todo lo posible para retrogradar cuatrocientos
años. Su chifladuira no tiene remedio por más de
que no hace otro mal que provocar la risa. Y pa-
ra que se vea hasta qué punto se trata de un
hombre que no está en su sano, juicio bastará que
transcriba uno de los párrafos con los que con-
cluye el libro y en donde ha condensado toda la
médula de su doctrina y sus más ardientes de-
seos; “Antes de diez años, — dice, — antes de
cinco años quizá, P’rancia habrá vuelto a ser una
monarquía o no existirá más". . . !!
1922.
RECUERDOS
(AÑO 1920)
11
£L MAB
El faro del eabo Santa María ee perfila a lo le-
jos, claro mástil sobre una tierra baja e indeci-
sa, que parecen querer tragar las olas. Entramos
pues en el océano', en el mar, en el gran mar. De
pie, sabré la proa, no podemos negarnos a nues-
tro tributo de admiración, al homenaje de nues-
tra pleitesía: ¡Salud, oh mar!, mar de Díaz de
Solíe, de Alvarez Cabral, de Magallanes y Gaboto
ruta azul y dócil sobre la que se abrieron paso en
frágiles carabelas loe pasmosos argonautas que
aguardan aún su aeda, el Homero que inmortali-
ce sus vastas odiseas. Mar inmenso y sin límites
que te abres siempre igual a la mirada avisera,
siempre encerrado en la cárcel inexorable y circu-
lar del horizonte. Mar obediente y sumisO' que la-
mes los costados de nuestro buque comO' un pe-
rro, y te abres al impulso firme de la proa como
un blando tapiz silencioso. Mar traicionero y fe-
lino que escondes bajo tu cristal monocorde la
historia de mil tragedias y el misterio de aquella
tierra maravillosa y feliz que poblaron los legen-
164
Alberto Lasflaces
darios atlantes, nnefitros viejos abuelos desconoci-
dos. Mar sobre el que coiquetean ligeros penachos
de algodón que -el sol enciende y el viento lleva
a otras regiones, hinchándolos como a velas ca-
prichosas de barcos invisibles. Mar que semejas
un diván iníinitoi sobre el que descansar nuestras
fatigas irredimibles y que extiendes ante nuestro
deseo la seda multicolor y brillante de tu plácida
superficie. Mar que pareces adormecerte bajo la
copa profunda de la'noche, en la que titilan mun-
dos lejanos, amontonados en pródiga suntuosidad
como cálidas gemas en un repleto joyero. ¡ Salud I
Desde Homero hasta Hugo el mar ha sido can-
tado por casi todos los poetas. Sin embargo, el
mar se impone por su inmensidad, no por su btr-
lleza. Es monótoooo y aburrido, y solo el eieloi que
lo arropa ofrece feéricos espectáculos que pueden
redimirlo. Desde que salimos de Montevideo,
y días, hemos contemplado el mismo lomo plano,
gris o azul en perpetuo escalofrío, enguirnaldado
cuando más por efímeros penachos de espuma.
El mar es hermosO' sobre la costa, cuando se quie-
bra en los negros peñascos erectos, o cuando se
extenúa sobre el oro pálido y fino de las playas,
pero no aquí, en plena libertad, único y sin riva-
les. Es el déspota, no el amigo; se le teme pero
no so le ama. Cada una de sus caricias envuelve
una perfidia. Cuando Bolo lo encrespa, rueda tu-
multuosamente, sin ritono, al compás de una mú-
sica bárbara y monocorde. Y cuando es bello, es
cuando refleja otra belleza, la del cielo-, sobre su
La. Buena CJoseqha
165
aspejo límpido y falso que la brisa quiebra en
palpitantes estrías. Es bello cuando copia las
puestas del Sol, o devuelve duplicada la gracia
frágil y enferma de la luna, o cuando bebe ansio-
so el a2ail intensa que cae de lo alto.
El ma¡r es melancólico y triste. En los prime-
ros días de navegación su frialdad nos es desagra-
dable y desearíamos dejarlo de inmediato., pero
poco a poco se apodera de uno’, se infiltra en nues-
tras venas casi sin sentir y la vida se va adaptan-
do a él como si no debiera dejarlo nunca. Las ho^
ras pierden su significación, la laxitud domina y
los días transcurren iguales sin una oscilación no-
table. Dejan de interesarnos los comunesi afanes
que nos atormentan, y en la líquida soledad solo
parecen tomar consistencia los fantasmas supre-
mos de nuestras vidas: la madre, la novia. . . Los
recuerdos vuelven en tropel tumultuoso, con una
diafanidad a la que no estamos acostumbrados.
Volvemos a sufrir el dolor sufrido, a goizar la dul-
zura gozada, Sólos ante la inmensidad un tropel
de recuerdos sigue nuestra estela coma para pro-
bamos que no hemos vivido en vano. El mar al
aprisionamos nos reconcentra y nos intensifica.
El espíritu puede acumularse en un punto, sin na-
da que lo distraiga. Así se despierta en el fondo
de nuestras almas un mundo dormido al cual asor-
daba el bullicio exterior. Sentimos pasos a nues-
tro lado, voces, llamadas, pero con los ojos fijos
en la gran sábana infinita na nos volvemos. Nada
nos arranca del éxtasis en que estamos sumidos.
Parece que una mano poderosa nos retiene inmó-
166
Alberto Lasplaces
vil€s sobre la borda, que un impulso de dentro
nos arroja a la gran superficie que centellea al
sol. Es una vida nueva, pesada y angustiosa co-
mo una pesadilla y aún cuando no nos desagrada
en el fondo, deseamos ardientenifente que termi-
ne cuanto antes,
¡Qué ruta el mar, qué ruta ameba, fácil, lige-
ra!... Por él ha sido posible a la civilización ex-
tenderse como una luz hacia los ouatro horizon-
tes. Desde aquellos legendarios comerciantes fe-
nicios de que habla la historia, — una historia en-
vuelta en bruma, — el mar ha sido el más eficaz
agente del intercambio de productos y de ideas.
Todos los grandes pueblos, sobre todo los moder-
nos, han basado su poderío sobre él, y si Nape-
león no pudo asegurar su imperio detonante y efí-
mero apesar de todo su poderíot, fué porque no
logró dominar las escuadras británicas, dueñas
diel mar. Alemania ayer y los Estados Unidos hoy
sueñan con arrebatar al viejo Reinos Unido su ce-
tro neptúnico para poder reinar a su vez. Los
pueblos encerrados en el centro' de loe continentes
arrastran una vida lánguida y triste, y marehan
a la retaguardia de loe demás. El mar abre a los
otros todos los caminos del Universo, y por él lle-
gan todas las palpitaciones de la humanidad, los
ajenos ideales, las preocupaciones ajenas. Es por
el mar que las raízas se dan un estrecho abrazo
fraternal, por él que se conocen y se aman. Si no
hubiera existido', sobre la faz de la tierra no ha-
bría sino algunos núcleos aislados de civilización,
en medio de un globo desolado y bárbaro pobla-
do por tribus errantes que se destrozarían en-
tre sí.
SAN VICENTE
San Vicente no es más que un pequeño islote
estéril de origen volcánico, sin agua ni vegeta-
ción, que tiene la suerte de poseer una bahía bien
protegida de los vientos alisios que soplan en el
norte del Atlántico íe Africa, hacia América, du-
rante todo el año-. Esa circunstianeia unida a que
el islote se halla casi a la mitad de la ruta entre
Buenos Aires e Inglaterra han hecho que sobre
las piedras calcinadas que lo compoiuein se alber-
gue una población de doce mil habitantes cuyo
sustento depende enteramente de lo que rinde la
|>esca y de lo que se trae de otra isla vecina, San
Antonio, la cual es en una gran extensión, suma-
memte fértil. Una mañana clara y tibia anclamos
frente a la isla, flanqueados por gran número
de transatlánticos que allí aeudían como nosotros
en busca de carbón para las exhaustas calderas.
Nunca olvidaré la impresión que me causó aque-
lla tierra altísima que surgía entre la 'bruma ma-
tinal diesde la plana superficie del océano, y que
recortaba sus numerosos picos oscuros sobre un
Alberto Lasplaobs
168
cielo indeciso todo lleaio del poilvo ibriUante de la
luz solar. Un mar verde, de un verde intenso y
transparente como nunca había visto, parecía her-
vir alrededor del casco inmóvil, agitado quien sa-
be por qué estremecimientos invisibles. Inmedia-
tamente que nuestro barco se detuvo nos rodeó
una nube de botes tripulados por negros y mula-
tos, incitándonos a arrojarles moinedas para llevar
a cabo la conocidísima hazaña que realizan. Y
fueron, como siempre, satisfechos por los pasaje-
ros curiosos o aburridos para los cuales la sola
vista de la tierra ponía de buen humor. Las mo-
nedas de nickel caían al agua y detrás de ellas los
nadadores zambullían inverosimilmente hasta al-
canzarlas. Atenta a otros espectáculos, mi mirada
fija en tierra florecía en distintos pensamientos.
¿'De qué portentoso cataclismo son restos estas
islas áridas y rojas como talladas on piedra des-
nuda y que caen a pico en el mar, dejando entre
ellas profundidades inmensas on las que se pierde
la sonda? Esa bahía, ese anfiteatro que el mar
ocupa, ¿no parece el cráter enorme de un volcán
monstruoso que asordó algún día la tierra? Esas
moles graníticas en las que el sol se refleja sin
endulzarse, ¿no será lo ultimo que nos ha llegado
de un continente que ocupó en alguna época la
formidable cuenca oceánica? De su origen ígneo
nadie duda. Ni una mata de hierba crece 'entre la
inexorable dureza de la roca. Algunos árboles,
muy pocos, aferrados a tierra que se ha traído de
otros lados, destacan su anemia irredimible sobre
La Buena Cosecha
169
el oscuro telón que los encuadra; algunos coco-
teros raquíticos balancean sus hojas pálidas e in-
clinan sus frutos exangües, faltos de savia. Esas
I)equ'eñas salpicaduras de un verde amarilliento
es lo único que alegra la hostilidad gris o roja de
la dura corteza que emerge hacia el cielo en cien
picos agudos. No podría imaginarse una desola-
ción mayor en ninguna parte. El espíritu se nubl^
pensando que la corteza terrestre pudo o podrá
sea* algún día eso sólo.
Pero ahí está el hombre. Sobre esa piedra in-
hospitalaria ha posado su planta y ha hecho su
nido. Nada ha logrado contra él la hostilidad que
lo rodea. San Vicente no tiene vegetación', ni llu-
vias en todo el año, pero el esfuerzo humano ha
vencido todas las dificultades. De la playa hacia
la montaña la ciudad se alinea militarmente, un»
ciudad pequeña pero pintorrea, compuesta de
casas minúsculas pintadas de coloires claros y so-
bre las cuales se inclinan los techos de teja. Pen-
sábamos encontraimos un casería inmundo com-
puesto por chozas amontonadas sin plan, y nos
hemos hallado con una ciudad limpia, cuyas calles
están cuidadosamente empedradas y cuyas man-
siones si bien modestas, nada tienen de desagra
dables. Hay, sí, unas barriadas abominables en
los suburbios, pero eso no. es de sorprender en
una isla i>erdida en medio del océano', cuando hay
tantos ejemplos parecidos; 4no es verdad Lon-
dres, París, Buenos Aires?. . . En cambio, los ha-
bitantes producen un efecto muy distinto. Nos
170
Alberto Lasplaces
imaginamos los «sfuerzos que han de hacer las
autoridades para evitar las pestes y las enferme-
dades contagiosas. Ya al detenerse el barco su-
bieron a él algunos ejemplares die la fauna hu-
mana de la isla, ofreciendio chucherías .más pro-
pias para interesar a los negros que a los blancos.
Y al desembarcar nos rodeó instantáneamente una
multitud chillona y pegajosa, ofreciéndose para
guiarnos por la isla y amenazando llevarse todo lo
que llevábamos puesto.
Un guardia del orden público hubo de salvarnos
de aquel oleaje oscuro e infecto disolviéndolo con
el auxilio de unos cuantos latigazos oportunos.
Pero a pesar de ello no. pudimos evitar que cada
uno fuera escoltado durante toda la excursión
por la ciudad, por un negrillo’, el “secretario”,
que canta en una jerga lusitana casi incompren-
sible todas las novedades que encuentra, que son
bien pocas por cierto. En realidad no hay allí na-
da de interesante, nada que valga la pena dejar
los lujosos salones del vapor, pero todos los pasa-
jeros bajan así que pueden, ansiosos de caminar
aunque sea unos momentos sobre tierra firme,
hastiados del mar. Mientras el barco llena su vien-
tre diel precioso minera) que dá vida a sus má-
quinas, el pasáje trota por las calles iguales de
la ciudad, feliz de poder romper la serie monó-
tona de los días idénticos, geométricos, que viene
sufriendo. Y hasta las trivialidades más insigni-
ficantes adiquieren valor en ¡ese momento, conver-
tidas por las circunstancias en únicos motivos de
La Buena Cosecha
171
fiietracción y de comentario'. Pero después, satis-
fechas la curiosidad y las piernas, se vuelve al bar-
co como a un refugio principesco pensando como
puede ser posible la vida a un ser civilizado en
aquel peñasco sombrío aislado del mundo' y des-
provisto de todas las cosas que la hacen ama-
ble. Y cuando nuestra casa flotante vuelve a
ponerse en marcsha, cuando los émbolos palpitan
dentro como el corazón dentro del pecho, y avan-
za hacia el norte alejándose de él, suspiramos de
satisfacción, y lo vemos hundirse pocoi a poco en
la bruma de la cual salió sin experimentar ningu-
na melancolía.
FISONOMÍA DE BAECELONA
Entrar por priniera vez en una ciudad, es en*
frentarse a io deseonoeidoi. Es inútil que se po-
sea una bolsa repleta de referencias y de impre-
siones ajenas, pues todo ello es moneda falsa.
Tampoco puede decirse nada en los primeros días.
La retina no abarca sino pequeños detalles de una
ciudad, espacios insignificantes. Antes de hablar
hay que empaparse bien, descubrir el alma que
anima al gigantesco' amontonamiento de casas y
de seres. Porque cada ciudad tiene su fisonomía
como tiene su carácter propio, e inconfundible,
sobre todo estas ciudades ,de Europa que no> obe-
decen a ningún plan geométrico y que se han ido
formando por sucesivos acoplamientos de casaf!.
No hay dos disposiciones parecidas; las calles se
estiran, o se quiebran, se ensanchan o se angos-
tan eapriehosamentei, en donde menos se espera.
De ahí una variedad casi infinita de perspectivas
y un recreo perpetuo para los ojos. Poco a poco,
el hombre adapta a sí el ambiente que loi rodea,
y la obra que sale de sus manos es bien a su imá-
174
Alberto Lasplacbs
gen y 6em<eja!n2Ja. De acuerdo con su mentaJidad,
con su idcialiiSimo, con su bienestar, las ciudades no
son sino simples prolongaciones de su espíritu. El
hombre no tiene modo de apartarse de lo que lo
circunda, y lo que puede transformar lleva su se-
llo inconfundible, sin poder libertanse de él. Por
eso ciudad y ciudadanos todo es lo mismo, y con-
forme el rostro es el espejo del alma, salvo raras
excepciones, el aspecto de una ciudad puede dar-
nos también Utilísimas informaciones sobre quié-
nes la habitan.
Barcelona dice: orgullo, inteligencia, laboriosi-
dad. El orgullo se respira en la riqueza que os-
tenta, en la originalidad de sus fachadas en que
los arquitectos catalanes han querido producir un
estremecimiento nuevo. La inteligencia está en la
hermosura de la misma ciudad, en las calles ad-
plísimas, en las bellas perspectivas de su ensan-
che, en el hábil aprovechamiento del terreno. I^a
laboriosidad puede notarse en cualquier parte, en
todo momento, .en loe productos de la tierra que
asoman por todas partes, en el aire preocupado
y en la nerviosidad de sus habitantes. Barcelona
piroduce el vértiigo', sobre todo en sus calles cen-
trales, de un movimiento tremendo. Pero esa mu-
chedumbre que cruza por ahí asordando nuestros
oídos, no está compuesta por empleados y vagos,
como loe que se aj^an en la Puerta del Sol, ni
por turistas como sucede en París; no: la formáH
gentes de trabajo que corren casi sonambulamen-
te llevados po.r sus preocupa cio-nes comerciales o
La Buena Cosecha
175
indiistrialee. La rambla hierve por todos lados en
un maremagnum dantesco. Los hombres se 'empu-
jan sin mirarse casi', sin pedirse disculpa. Las mis-
mas mujeres, tan activas como los hombres, tro-
tan continuamente, como si lestuvieran condena-
das a hacerlo. Casi todos hablan de negocios, de
intereses, de exportaciones, de tantos por ciento.
De vez en cuando, sorprendemos alguna discusión
sobre los dos temas políticos de la actualidad: el
separatismo y el sindicalismo'. Pero esto mismo, es
raro aún cuando esos dos problemas encaman
más que ningún otro el momento de Barcelona.
Nada hay peor para los hombres como para los
pueblos, que el estancamiento, la conformidad.
Pbie.blo que se detiene, que se resigna, es pueblo
muerto. Por eso me es tan simpática esta ciudad
en la que palpita eonstantementie un serio fer-
mento de futuro. Las igentes temen las aigitacio-
nes sociales y sueñan con un orden absurdo e
irracional, mecánico e inestéticio. El orden no es
deseable sino dentro de la colaboración de todos.
Quediati en los pueblos modernos muchas coiisc'-
cueneias vivas de los errores del pasado, muchos
errores que redimir, muchas fealdades que mejo-
rar, muchas noáserias con las cuales concluir. La
organización económica 'existente está llena de ab-
surdos, plagada de atentados inealifieablcs. A la
aristocracia de sangre ha sucedido la aristocracia
del dinero que vive hoy, como aquella antee, a
expensas del trabajo de la plebe. La democraeia
es una realidad en las constituciones y en los dis-
176
Alberto Lasplaces
ctureo#?, pero •demasiado sabemos que no podrá
existir como la hemos soñado, mientras bárbaras
diferencias eeonómieas sigan diividiendcv a los
hombres en potentados los menos y en mendigos
los demás. El sindicalismo barcelonés, cuya orga-
nización es tan seria, y tan fuerte^ no constituye
otra cosa que la legítima aspiracióm de una gran
parte de su población trabajadora a su mejo'ra-
jniento material e intelectual. Los que miran esa
lucha como un simple episodio provocada por la
miseria y por el alto costo de la vida, están equi-
voeados. No hay tal episodio : se trata de un ver-
dadero misticismo que estremece cientos de miles
de pechos; de un edificio que tiene un sólido ar-
mazón ideológico; de una tendencia encaminada no
a obtener más salario o menos horas de trabajo,
sino a conseguir una radical transformación de la
sociedad tanto desde el punto de vista económico
como político. La enérgica represión actual ha he-
cho que los gremios sindicados no intentaran na-
da durante mi corta estadía en esta ciudad, pero
he podido en las clases humildes pulsar el espí-
ritu existente y darme cuenta que las represio-
nes no hacen aquí como en todas partes, sino pre-
parar estallidos más potentes para el porvenir. La
lucha social pasa por un minuto de tregua, pero
en el horizonte hay demasiadas nubes y demasia-
dos relámpagos para que tarde mucho la tempes-
tad en estallar de nuevo.
EL SUE ÑO DE GAÜDÍ
BareeloBa es de las pocas, — muy pocas, — ciu-
dades de España que no se enorgullece demasiado
de sus ilustres y polvorientos pergaminos, que los
tiene como la que más. Los catalanes de hoy no
se sienten inclinados a la contemplación de las
ruinas cuando ellas no prestan alguna utilidad.
Hijos del propio esfuerzo, gustan extasiarse ante
las obras de sus manos en vez de perderse en abú-
licos paseos ante los restos de pasadas grandezas.
Así es que, enredor de un pequeño núcleo de ca-
sas centenarias, cruzadas ya en todo sentido por
amplias avenidas, — hirvientes arterias por las
que corre la vida, — han levantado una gran ciu-
dad nueva y orguUosa, una ciudad un poco apre-
surada quizá pero brillante y pintoresca, que si no
es bella en el concepto puro y cMsico de la belle-
za tiene por lo menos la hermosura de toda ma-
nifestación de la inteligencia y de la voluntad
creadoras. Palta unidad, ciertamente, como tam-
bién lo falta, y más aún, en la detonante ehurri-
guera de nuestras improvisadas urbes americanas.
12
178
Alberto Lasplaces
Pero ello ee debo precisame'iite a la supterabuii'
dancia de energía, de impaciélicia, de espíritu de
inieiativa y de audacia^ muy explicables em un
pueblo co-mo éste, atormentado peipetuamente
poT un ansia tempestuo-sa de superación. Un pa-
seo por estas callee de Barcelona, sobre to'do por
loe ancthos y recientes bulevares diagonales, lo
prueba. Aún no ha habido tiempo dé colocar el
afirmado y surgen ya los palacios como brotados
de la tierra fértil, los altos palacios de todos los
órdenes arquitectónicos, ostentando las más in-
creíbles combinaciones, — unas felices, desacerta-
das otras, — y tallados en los materiales más
ricos y más raros, en un verdadero derroche de
lujo y de actividad, como si no alcanzase el tiem-
po para crecer, y adorna.rse, y deslumbrar. . .
Por eso Barcelona es el paraíso de los arquitec-
tos. No creo que baya ciudad en Europa en don-
de el oro colabore en su o<bra tan risiblemente, y
en donde tengan tanta libertad para plasmar sus
sueños, y en, donde hallen tal emulación y tal im-
pulso. Y entre todos ellos, rodeado de un verda-
dero respeto, está Antonio Gandí, de fama mun-
dial, que agrupa casi la totalidad de los sufragios.
Hay en la ciudad muchos edificios que ha cono-
truído y en los cuales ha dejado impreso su ge-
nio. Estos amables “ciceroní” que se ofrecen al
extranjero para enseñarle la suntuosa ciudad,
tratan antetodo de mostrar sus o-bras. — ¿Ha vis-
to Vd. la Caverna'? — ¿Ha visto Vd. el Casal Ca-
talá? — ¿Ha visto Vd. el templo de la Sagrada
La Bueka Cosecha
179
Familia? — Este último edificio me preocupaba
ya mucho antee de llegar a Barceloma y míe había
propuesto visitarlo'. Y así lo hice en una tibia y
clara tarde del mee de Mayo, escoltado por va-
rios admiradores dispuestos a no dejanne perder
ningún detalle. Hubimos de hiacer un largo y lin-
do paseo d'eede las ramblas céntralas, pues el
templo comienza a levantarse en loe suburbios,
sobre una panorámica altura. Mi primera impre-
sión fue de estupor. Cuatro torree altísiimas y ori-
gínales, — ^truncas todavía, — se levantan sobre
tres altos portales que cúKren amplias arcadas. A
un costado un ábside formidable, el mayor de los
que he visto, flanquea las torres. No hay sino una
pequeñísima parte del proyecto' ejeicutada y esto
ya parece inmenso. En piedra absenra., casi ne-
gra, de Montjuith, se va elevando poco a poco es-
te mo'numento destinado a eclipsar a todas las ca-
tedrales de España y que aún en todo el mundo
no podrá tener otros rivales que San Pedro, o Mi-
lán, o Colonia quizá.
Está concluido el ábside ojival cuyos soportes
esbeltos se afinan hasta más de cincuenta metros
de altura. Y hacia el Norte, por encima de las
puertas inconclusas, sobre las que florece un in-
menso rosetón de piedra, van .ase.endien.do cuatro
campanarios parabólicos que terminarán a cien
metros en vistosos penachos que nada tienen de
místicos. Esta portada monumentail, tan grande
ella sola como la fachada frontal dle Notre Da-
me, estará acompañada por otras dos iguales, ha-
180
Alberto Lasplaces
da el Sur y haida el Este. Boce puertas darán ac-
ceso al templo. S^uiendo el ábside un cimborio
cónico levantará su estrella a ciento cincuenta me-
tros, rodeada por otros cinco de la misma forma
pero más bajos. En todas las paredes se abrirán
de arriba abajo miles de ventanales y rosetones de
todas clases y fo,rmas, que darán luz a ocho naves
y diez y nueve capillas a través del tamiz multi-
color de los ‘^vitraux”. Todo ello ocupará una su-
perficie de 20.000 metros cuadrados, podrá dar ea>-
bida a 14.000 personas sentadas. Nada sería ca-
paz de dar una síntesis de la raza catalana como
este proyecto desbordante de orgullo'. Quiérese
tener el templo más bello pero, también el más
vasto y (1 más original.
Lo realizado, con ser tan grande, no es sino una
parte ínfima del total. Treinta años hace que se
trabaja sin interrupción, aunque muy lentamente,
a causa de la exigüidad de las limosnas con las
que contribuyen los creyentes. A este paso de
aquí tres siglos recién podrá inaugurarse este
templo. ¡Tres siglos! De ahí que haya considera-
do todo esto como un sueño, el sueño de Gandí,
que probablemente no llegará a ser nunca una
realidad, apesar de esas torres y ese ábside que
emergen ya como una monstruosa floración casi
negra sobre las casas de la gran ciudad, y a pesar
de esa cripta, — ünda y plácida catacumba, —
que se aduerme acurrucada bajo su techo cónca-
vo y estriado. Todo no pasará del sueño de una
imaginación opulenta, verdaderamente árabe, que
La Buena Cosecha
181
6in el auxilio de los poderosos genios intentó le-
vantar un palacio encantado que fuera pasmo de
los siglos. La población de la Humanidad ha cre-
cido enormemente ; el hombre dispone de un nú-
mero mayor de recursos que antes; la Naturaleza
colabora con él obediente y generosa, apta a to-
do lo que se le ordena. La ciencia ha progresado
hasta traspasar los límites, de lo maravilloso', has-
ta ir más allá de lo que fué la fantasía. Y sin em-
bargo ya no se erigen templos como esos de To-
ledo, Santiago, Burgos, París, Bruselas, Milán,
Strasbujgo, etc., que el hombre talló cuando era
mucho más débil. Solo este templo de la Sagrada
Familia puede resistir comparación con aquellas
obras que nos legaron otros siglos. Pero este no se
concluirá nunca. Y es que aunque se disponga de-
inteligencia, de dinero, de máquinas, de materia-
les, falta lo principal, lo que casi solo bastó antes
para realizar el milagro : la fe religiosa.
VIGO
Vigo es un puerto magnífico y doloroso. La ciu-
dad escala alegremente la cumbre, vigilada en lo
alto por ese viejo castillo de Castro que monta
guardia inútil ya que nadie amenaza desde la
mar. Y a sus pies tiene la plácida bahía, larga y
estrecha, que se retuerce como una serpiente entre
obscuras montañas, tal un fiord o un lago suizo.
Bajo esas aguas siempre tranquilas dormitan los
galeones legendarios, abrumados de oro, ocultán-
dose de la zarpa inglesa que aún parece oscilar
sobre ellos. Un largo muelle de piedra, — que es
a la vez el más lindo de los paseos, — es el cintu-
rón que separa la bahía de la ciudad. En su extre-
mo las cargadoras extraen del fondo de las su-
cias sentinas la cosecha del mar generoso, palpi-
tante aún de vida y que se escurre, brillante y
blanda, entre sus dedos y bajo el diapasón de sus
risas multicolores. A la entrada unos monstruos
negros, — las islas Cíes, — interrogan inmóviles
y adustas como hoscos centinelas, el enigma del
horizonte impasible.
184
Alberto Lasplaces
La ciudad és nueva. Apesar de su origen remo-
to que se pierde en las edades, Vigo está recién
hecha con sus calles cómodas y bien pavimenta-
das, sus edificios modernos y sus confortables hote-
les, todos tallados en duro y claro granito. Un an-
cho jardín en el que emergen como grandes flo-
res de mármol un busto suave de Curros Enriquez
y una estatua pretensiosa de Méndez Núñez, se
aduerme bajo árboles coposos y maternales. En
las afiebradas calles del centro, calles de agencias
marítimas y de hoteles, está Babilonia. ¿Esto es
España? ¡Adiós! ¡Bou Soir! ¡All Right! En las
vidrieras las últimas novedades de New-York,
París, Londres, y j ay !, también algunas de Ma-
drid. En los cafés se codean viajeros de Hambur-
go, Copenhague, Bordeaux, Liverpool, Buenos
Aires, Nueva Orleans, Río Janeiro, La Habana. . .
Una multitud febril y cosmopolita asalta las ve-
cindades, en las pocas horas disponibles, para po-
der llevar en las pupilas una jugosa visión de es-
ta tierra gallega, tierra de encanto húmedo y ti-
bio en la cual parece que nadie podría ser desgra-
ciado . . .
Y sin embargo Vigo es una herida abierta por
la que se desangra España. De aquí se van a mi-
les los habitantes de este suelo que la naturaleza
hizo un edén y que los hombres han convertido en
un infierno. Vigo es una ciudad de paso, en la
que plantan efímeras tiendas pueblos enteros que
se lanzan al mar en busca de mejores perspecti-
La Buena Cosecha
185
vas. Antes era hacia el sur, ahora es hacia Norte
América adonde van estos rudos mocetones que
contemplo ambular a lo largo de los muelles, con
la mirada hipnotizada en otros cielos más clemen-
tes. En la gran bahía, tan bella, cabecean los bar-
cos aplastados por esa marea viviente, sonoros de
los gritos que dan los que parten, como en otras
épocas, en busca del país del Eldorado. Por eso
para mí Vigo ha sido triste, apesar de la magnifi-
cencia de sus paisajes, de la obsequiosidad de sus
habitantes, de su actividad y de su modernidad.
Todo el dolor de la raza se concentra aquí un mi-
nuto buscando una redención en la gran senda ma-
rina que se abre fácil hacia el occidente. Por aquí
se va lo mejor de la tierra, los hombres sobre to-
do, cansados de encorvarse inútilmente sobre el
suelo que es fecundo, pero no para ellos. Quedan
las mujeres, esas lindas mozas de ojos rasgados y
profundos y un poco melancólicos, que hacen va-
lientemente todos los trabajos, hasta los más ru-
dos. Pero a seguir así las cosas, ellas también se
irán detrás de sus hombres a suspirar desde lejos
por el paraíso perdido, llena el alma de amargura
irredimible :
“Miña easina
Meu lar. . . 1“
SAHTIACK) DE COMPOSTELA
Desde Vigo a Santiago, según el horario mar-
eado en la guia de ferrocarril, sólo hay poco más
de cuatro horas de viaje. No tiene nada de en-
traño, pues qne la minúscula locomotora que
arrastra este convoy campesino tarde siete horas
en llegar a su destino. Y no lo lamenté porque em-
barcado muy temprano, pude gozar de una de las
claras, de las más bellas mañanas de mi vida. Pri-
mero la gran bahía de Vigo, — que flanquea el
camino de hierro, — sacudiendo el leve manto de
bruma que sebre ella tendió la noche, y estreme-
ciéndose en finos escalofríos azules. Después el pai-
saje gallego, ondulado, cubierto por un terciopelo
verde, con sus casas de granito sobre las que se
inclinan techos de teja roja y amarilla, con sus
senderos que se esconden y que reaparecen para
volverse a esconder, y con su cielo limpio y cor-
dial, y con sus montañas violetas e indecis>is ce-
rrando el horizonte. El tren buscando los valles
sube penosamente hacia el Norte sin alejarse de-
masiado de la costa. Por eso, de vez en cuando
188
Albeeto Lasplaces
hace lanzar sus alaridos metálicos a los puentes
de hierro que se arriesgan sobre las últimas auda-
cias de las lindas rías, o sobre el rezongo fresco
de los torrentes. En cada estación la locomotora
exhausta se detiene lo suficiente como para dar
tiempo al viajero curioso de husmear novedades
y hablar con estas viejas viejísimas y estas jóve-
nes opulentas de grandes ojos razgados que dis-
putan enredor de grandes canastas llenas de pes-
cados grises y húmedos que despiden un penetran-
te olor marino. A eso de las nueve pasamos por
Pontevedra. Para mí Pontevedra es un jugoso ca-
fé con leche bebido en una sala repleta de aldea-
nos, y los ojos negros y abismales de una linda li-
brera de la estación. Después de dar un gran ro-
deo a Santiago, cuya catedral hacía una hora se
divisaba, a la una entrábamos en un gran galpón
de madera y zinc, término del viaje. Julio Casal,
poeta y cónsul, detiene el coche que marchaba ha-
cia el hotel convenido y me abruma en un abrazo.
Una calle empinada y polvorienta. El albergue.
Después una sustanciosa comida en la que triun-
fa el pescado blanquísimo y el ámbar caliente del
vino de la tierra. Después, a la calle.
Santiago de Compostela, — lugar tres veces san-
to, — no es una ciudad sino una catedral, pero
una catedral grande como una ciudad y asentada
sobre una riquísima urna de plata que guarda ^as
reliquias del apóstol Santiago. Una catedral in-
mensa, como sólo puede elevar la fe ardiente de
veinte generaciones de iluminados. Una cruz for-
La Biiena Cosecha
189
midable de altísimas naves de piedra en las que
los pasos tienen ecos sordos y persistentes. Hacia
el Norte, hacia la Azabachería, una severa facha-
da dórico-jónica que recuerda los palacios italia-
nos. Hacia el Sur, hacia las platerías, una suntuo-
sa fachada románico-bizantina, prodigio de enca-
je de piedra amorosamente labrada. Hacia el Es-
te el ábside armonioso al lado del cual monta
guardia la torre de la Trinidad, punto culminan-
te. Y hacia el Oeste, hacia la gran plaza, la por-
tada principa], recargada de adornos y flanqueada
por dos torres esbeltas que se van afinando a me-
dida que horadan el cielo. En redor del gran tem-
plo, — fieles cortesanos, — muchas iglesias meno-
res, todas viejas y primorosas como joyas, y un
palacio arzobispal que puede alojar un ejército,
y un hospital, obra maestra del tiempo de les re-
yes Femando e Isabel, y varios seminarios, y una
universidad. Fuera de eso, casi nada queda.
Este fue durante largos años lugar de peregri-
nación, fuente de consuelo a la cual acudían pe-
regrinos de toda España y aún del extranjero, se-
dientos de divinidad. ¡Qué tiempos aquellos en
que casi llegó a ser proclamada ciudad santa, ri-
val de Jerusalén, de La Meca y de Lhassa! Pero
no pudo sostenerse en su rol, vencida por rivales
más afortunadas, como Lourdes. Hoy no es más
que un museo de granito sobre el que el tiempo
resbala indolente desgastando sus finas aristas,
endulzando sus ángulos, carcomiendo sus super-
ficies. Hoy no es más que un objeto de curiosidad
190
Alberto Lasplaces
para loe rígidos ingleeee que la visitan. Hay una
plaza, — vasto cuadrilátero en el que se alinean
grandes lozas pulidas, — que no tiene igual en
España y en la cual he sentido una de las emo-
ciones estéticas más profundas que recuerdo. En
su centro la politiquería local ha levantado un mo-
numento que resulta horrible por su falta de am-
biente. Estrechas callejuelas que parecen largos
corredores, flanqueadas por salientes arcadas y
por las cuales jamás podrá aventurarse el más mo-
desto vehículo, forman una red endiablada enre-
dor del gran coloso inmóvil. Una linda alameda
en forma de herradura en la que se pasean gra-
ves sacerdotes o en la que triscan como gorriones
bandadas de locos estudiantes. Rosalía de Castro,
— la ingenua poetisa del terruño, — medita so-
bre un pedestal en el que hay esculpidos versos
suyos, y que las flores rodean perpetuamente vi-
giladas por manos devotas.
A pesar de su vejez de tantos siglos, de su ca-
rácter religioso, de sus monumentos pesados y se-
veros, de sus callejuelas estrechas, Santiago de
Compcstela no es una ciudad triste ni monótona.
Aún dentro del velo de fina lluvia que la arropa
algo impalpable exulta en ella, lleno de júbilo,
algo joven e inquieto que a la vez surge del suelo
y desciende del cielo. En medio de esta campiña
gallega, — fiesta de las pupilas, — más bien pa-
rece ser sitio de recreo que lugar de oración. En-
tre los ventanales sombríos que coronan casi bo-
rrados escudos de piedra asoman los más lindos
La Bükna Cosecha
191
rostros sonrientes, como, flores nuevas en viejas
macetas. He presenciado los oficios religiosos den-
tro del gran templo, he visto a los fieles arrodilla-
dos, con los brazos abiertos» absortos ante los la-
mentables cristos llagados, y no he encontrado en
ellos la expresión de éxtasis doloroso, de congoja,
de terror que hay en los rostros de los creyentes
castellanos. La raza es alegre, como buen reflejb
de la tierra, apesar de todos sus dolores, y no veo
en ella el menor rastro de misticismo. Los mismos
frailes tienen un aspecto especial, son más obse-
quiosos, más mundanos y parecen más satisfechos
de vivir que sus colegas de la meseta central o de
las vegas del sud, flacos y prietos, con caras de
bandidos o de toreros, maravillosos de carácter
y de un sabor único y penetrante.
Por todo eso el corazón vuelve liviano de San-
tiago, suspirando solo por no poder gustar más
tiempo de su buen sortilegio. Pero quedan impre-
sos en la tela del recuerdo unos cuantos oasis fres-
cos e inolvidables en los que buscará después a
menudo el espíritu un blando descanso a sus fa-
tigas cotidianas!
FISONOMÍA DE MADRID
Madrid ee una capital que está cambiando de
fisonomía en todos los sentidos, desde el edilicio
al psicológico. Contribuyen en ese resultado una
multitud de factores, entre los que sobresalen los
internacionales y los económicos. La guerra euro-
pea, ba producido en el pueblo espajñol una gran
conmoción innegable. Ha entrado mucho oro y se
ha encarecido endiabladamente la vida. Los ricos
se han hecho más rumbosos y los pobres menos
sufridos. Acaparadores y comerciantes hacen ne-
gocios locos, como nunca lo habían soñado y las
protestas populares ensangrientan casi diariamen-
te a Barcelona, Valencia, Sevilla, Bilbao, Coruña...
Aquí en Madrid, que no es otra cosa que la Cor-
te, es decir, una ciudad formada por el séquito del
rey, la nobleza y sus servidores y los empleados
públicos, no existe un problema social propio, co-
mo en otras regiones agrarias e industriales. Pero
los movimientos que agitan a toda España llegan
también, aunque muy atenuados, a la Puerta del
Sol. El carácter madrileño no es muy distinto hoy
13
194
Alberto Lasplaoes
al que era cuando nos lo pintaron ilustree costum-
bristas como Mesonero Romanos. Parece primar la
despreocupación sobre todo, una despreocupación
alegre y jacarandosa que no es un alarde artifi-
cial sino el vértice natural de una idiosincracia
bien definida. La vida nocturna y la vida de ca-
fé, son dos originalidades de esta ciudad. El café
es una institución colectiva y democrática. Nadie
puede salvarse de él, porque de otro modo se abis-
maría en el más aterrador de los aislamientos. En
el café se reciben los amigos, en el café se hacen
los negocios, en el café se entablan nuevas relacio-
nes, en el café se resuelven las crisis políticas, en
el café se conspira — oralmente — contra todo
lo que se puede conspirar y hasta se hace el amor.
Muy pocas veces me ha fallado la respuesta cuan-
do he inquirido el domicilio de alguna persona. —
“¡Ah! ¿Fulano?: vaya usted al café Tal.” Y así
ha sido, en efecto.
Teniendo en cuenta el número aterrador de ca-
fés que hay en la ciudad y a los que he visto
siempre llenos, he sacado en consecuencia que
el madrileño no es afecto a las dulzuras y tran-
quilidades del hogar. El “home” no es aquí como
en los pueblos fríos del norte, el refugio sereno y
seguro. El madrileño se encuentra bien fuera de
casa, y tanto es así que no sólo vive lo menos po-
sible en ella sino que ni siquiera deja escapar su
dirección, temiendo que una visita inoportuna lo
detenga allí algunos instantes más. He visto
en los cafés, plácidamente alojadas, parejas de re-
La Buena Cosecha
195
cien casados, hasta matrimonios maduros con una
porción de hijos. También me tocó presenciar un
acto de una boda, en la que los novios después de
pasar por la iglesia cayeron con toda la comitiva
a un café a tomar la tradicional taza de café con
leche. Porque esta gran ciudad está compuesta (fe
personas sobrias y pocos afectas a las bebidas al-
cohólicas. Café con leche de mañana, café con le-
che antes y d^pués de las comidas, — cuando se
come otra cosa, — y café con leché de noche, he
ahí todo el programa que se permiten. Por eso el
buen humor que ostentan es de buena ley y nada
tiene de discutibles excitaciones. Por eso rara vez
las discusiones más enconadas terminan en las
vías de hecho. No. Terminan por efusivos apreto-
nes de manos alrededor de una mesa en que humea
el tentador y pacífico “completo”, al cual los ma-
drileños deberían levantar agradecidos el monu-
mento que se merece.
Madrid, ediliciamente, está en plena transfor-
mación. Se le ha ocurrido ser una ciudad moder-
na, con amplias calles y paseos y edificios de nue-
va arquitectura y lo va consiguiendo. Con ello
perderá lo que tenía de tradicional y de caracte-
rístieo. Yo no lo lamento demasiado, pues las rui-
nas, por muy respetables que sean, siempre son
ruinas. Los pueblos que no se renuevan totalmen-
te tienen que soportar esa muerte con exteriorida-
des de vida que se llama estancamiento. Es claro
que los turistas que vienen de otros países, lo la-
mentarán, pero los madrileños piensan que Madrfd
196
Alberto Lasplaces
es para que vivan ellos y no simplemente para re-
creo de los turistas. Y pienso que los madrileños tie-
nen toda la razón. Es enorme el número de nu<*-
vas construcciones que existen, y ya muchas ca-
llejuelas oscuras y sucias, aunque “característi-
cas”, han desaparecido para dar lugar a anchos
bulevares en los que circulan libremente el aire y
el sol. Además los arquitectos, con varia fortuna,
están empeñados en que las casas tengan un sello
local, de acuerdo con ciertas líneas y remates bien
conocidos. A nuestro juicio eso basta para que 1?
ciudad no pierda totalmente su fisonomía propia.
Y si sigue a este paso, antes de muchos años Ma-
drid será una gran capital moderna, de acuerdo
con todos los cánones arquitectónicos, higiénicos-
y estéticos corrientes. Los barrios nuevos ,del en-
sanche del Norte están trazados sobre soberbia.?
avenidas que pueden resistir cualquier compara-
ción. El pico edilicio, dando prueba de gran cor-
dura y de excelente comprensión de las realida-
des, desmorona barrios enteros y por todas partes
surgen plazas y paseos. El verde del árbol triunfa
por todos los lados, con una suntuosidad a veces
verdaderamente tropical. Madrid se moderniza.
Tal su fisonomía en estos momentos en que me ha
tocado conocerlo : está cambiando de fisonomía.
£L ESCORIAL
Día de sol, día claro y límpido, día del rerano
de la sierra, fresco y cordial y hasta alcere. Hu-
biera preferido una mañana áspera nebulosa,
triste y desagradable; un cielo bajo y gris, gravi-
tando sobre el árido yermo, sobre el pétreo paisa-
je desprovisto de esta gala verde que efímeramen-
te lo alfombra. Así me hubiera parecido este edi-
ficio, — convento, palacio y castillo, — lo que ver-
daderamente es: un producto natural de la tierra
de la que ha brotado como una planta monstruosa
y dura. El Escorial no es para ir a visitar mue-
llemente tendido en un cómodo “pullman" que
resbala a cincuenta kilómetros por hora sobre la
paralela tersa y huyente del camino de hierro. Hu-
biera preferido un largo peregrinar sobre el lomo
incómodo de una muía amiga de orillar precipi-
cios, entre senderos endiablados, semiperdidos en
la falda oscura de este Guardarrama coronado 'de
nieve; detenerme de vez en cuando en algún me-
són sucio y paupérrimo a beber un vaso del vino
agrio y espeso de la tierra y a conversar con estos
198
Alberto Lasflaces
cabreros que aún se encuentran 7 que parecen ve-
nir a nosotros desde las ilustraciones de los libros
viejos, inmóviles a través del tiempo. Pero no. Sol,
aire agradable, día exultante y cálido. Y compa-
ñeros bien Siglo XX. . .
Desde muy lejos divisamos el Escorial como
quien descubre una tierra prometida. Todavía tar-
da casi media hora el tren en detenerse en una
estación coqueta y limpia. Elegimos un guía, el
que nos parece más silencioso y ¡adelante! Pron-
to estamos junto al formidable gigante clavado
en la roca por mil tentáculos. Aunque no muy se-
parado del pueblo que busca envolverlo, ya des-
de lejos su enorme masa geométrica nos aplasta.
Hacia cualquier lado que miremos parece cerrar-
nos el horizonte como esos muros que se obstinan
en las pesadillas. Y penetramos, al fin, por el hue-
co de un portón alto como una torre. No somos
ya más que gusanos perdidos en un laberinto
desapacible en el que se apelotona una penumbra
húmeda que apaga el eco a nuestras espaldas. De-
lante de nosotros el guía canta su infatigable can-
ción monorrítmica que entona con los ojos semi-
eerrados y los labios casi inmóviles. Tal un so-
námbulo.
Inútil sería describir al detalle estas salas frías
y prolongadas; estos patios huraños y silenciosos
que asoman por el hueco de todas las ventanas;
esta iglesia desierta que se afina en el tubo armo-
nioso de su alta cúpula; esta biblioteca suntuosa
que guarda tantos pergaminos incomparables; e.s-
La Buena Cosecha
199
ta sacristía riquísima que exMbe tantos tesoros.
Todo ello ha sido acumulado poco a poco por mo-
narcas y frailes que han tratado de hacer desapa-
recer la adustez primitiva que es su principal en-
canto. Pero para mí lo interesante está en la rela-
ción que existe entre esta masa de piedra y el
pensamiento del rey sombrío que la concibió y la
hizo levantar en medio del áspero erial serrano
para erigirla en digno refugio de su poder y de
su locura. ¡ Qué distancia entre el Escorial y Ver-
salles!, y sin salir de la tierra, qué diferencia en-
tre esto y ese lindo palacio de Aranjuez, gloria de
los ojos, rodeado de voluptuosos jardines en los
que gimen como mujeres, lindas fontanas! Aquí
todo es sobrio y serio, todo induce a la meditación,
a la reconcentración en sí mismo. Estas paredes
lisas y mudas pesan sobre las almas, y nos extra-
ñamos de que de los obscuros corredores no salga
algún fraile lento y embozado que susurre al pa-
sar a nuestro oído: — “hermano; morir habe-
rnos ” ! . . . Porque es el pensamiento de la muerte
el que surge de este ambiente de sepulcro. Quien
entra aquí parece que deba abandonar toda idea
de irse. Los pasos tienen sordas respuestas. Una
laxitud extraña apacigua los nervios y una atmós-
fera de sugestión acalla en nuestros labios las pa-
labras y adormece la impaciencia en nuestros bra-
zos. A veces, al pasar, por entre una ventana son-
ríe el sol que dora los campos, y el cielo azul ce-
rámico que se empina sobre los montes próximos.
Pero todo ello lo miramos indiferentes, como si
200
Alberto Lasplaces
ya no existiera para nosotros, como si pertenecie-
ra a un mundo al cual no debiéramos volver ja-
más!. . .
Junto a la iglesia, al costado del altar mayor
están las habitaciones de Felipe II. Nadie diría
que entre aquellas paredes austeras, sobre aque-
llas losas, se deslizara silencioso como un reptil
el monarca más poderoso del mundo, ante euyof
caprichos temblaban los demás monarcas. Se me
figura verlo moverse, como un lento copo de som-
bra, encajado en su negro jubón, fija y torva Ta
mirada, tardos los ademanes, y la voz fría y <íe-
ca. El mundo es suyo. De un solo gesto decide la
suerte de un reino, la muerte o el destierro y la
ruina de miles de hombres. Su pabellón flota or-
gulloso bajo todos los cielos y sus tercios impo-
nen respeto a su nombre bajo todas las latitudes
Del otro lado del gran mar, América también es
suya. Podría hacer de su vida una fiesta perenne,
recibir la pleitesía de mil pueblos, embriagarse en
todos lo.s inciensos, adormecerse entre todas las
alabanzas, humillar a todos sus enemigos en sono-
ras batallas. Pero no. Prefiere el aislamiento y el
silencio ; la oración a la diana, la agonía a la di-
cha de vivir. Un grupo escultórico de Leoni lo
representa con su familia, de rodillas ante la exi-
gente divinidad que lo absorbe y lo anula. El
manto real cae sobre sus hombros augustos y
bajo sus pliegues solemnes tiende sus líneas rí-
gidas la bruñida armadura. Key y soldado; pero
está de rodillas. Todo lo demás desaparece ante
La Bueka Cosecha
201
esas dos manos juntas que se inmovilizan eu un
gesto de voluntaria esclavitud en vez de blandir la
espada o levantar el cetro. Su vida pudo ser una
no interrumpida ascención triunfal, Pero huyó de
la Corte, demasiado rumorosa y alegre para él y
se vino a enterrar en esta tumba lúgubre y sin
gracia, a solas con su conciencia perpetuamente
atormentada y su voluntad histérica y sin norma.
Hubiera podido ser un rey glorioso, un nuevo Mi-
guel si hubiera hecho frente a Satanás, si hubiese
salido a buscarlo en su misma guarida en aque-
llos tiempos en que la heregía protestante soca-
vaba los cimientos mismos del catolicismo. Rehu-
yó el combate y prefirió en la impunidad firmar
crueles decretos, conspirar contra sus rivales aun-
que fueran de su misma sangre y entregarse des-
pués a inútiles arrepentimientos seguidos de nue-
vas crueldades!
El Escorial es un símbolo de aquel rey atormen-
tado y de aquel pueblo viril que se extenuaba en
titánicas empresas o en suicidas misticismos, abo-
minando la carne y la vida. En veinte años sola-
mente se levantó, todo tallado en granito, este mo-
nasterio grande como una ciudad en el que nada
sonríe, en el que todo es adusto y amargo. Nin-
gún otro rey, ni ningún otro pueblo fueron capa-
ces de hazaña de tal magnitud, capaces de hacer
florecer en el desierto una fábrica tan imponente.
Hay en este edificio una energía tremenda, un an-
sia inapagable que no logra condensar en inmor-
tal belleza. Aquí no habrá nunca risas, nunca la
202
Al££»TO LASFLACBS
danza deficribirá sus lindos giros, sus rondas ale-
gres y palpitantes, nunca las bocas confiadas se
entregarán a la fiesta del beso. Siempre será un
convento y una tumba, y siempre el fantasma si-
lencioso de Felipe II lo recorrerá impasible. Hasta
que el tiempo inexorable, que no marcha en va-
no, no deje de él, — como del templo de Sión, —
piedra sobre piedra !
CIUDADES de FRANCIA
PAU
Al borde de 6U “gave” rumorosa e inofensiva,
Pan coquetea con los Pirineos que alzan allá abajo
sus mil testas oscuras que se recortan sobre un
cielo brumoso. Ciudad amable, privada de toda
vetustez y en donde hasta las cosas antiguas pa^
recen recién hechas. Se agrupa alrededor de su
principal orgullo, — el alegre castillo de Henry
IV, — que semeja haber sido construido más bien
para recreo de ávidos turistas que para residen-
cia real. Las calles limpias y bien cuidadas, suben
y bajan las colinas sin cansarse nunca, ébrias de
plácidas y sonrientes perspectivas. Ciudad tibia y
cordial, sin negras barriadas infectas, sin ruinas
pretensiosas y ¡ay!, sin sabios cicerones de esos
que suenan siempre la misma canción, como pianos
mecánicos que no disponen sino de una pieza. Ciu-
dad de gentes buenas, si las hay, de gentes que
rien nadie sabe por qué y que aman el sano bulli-
cio meridional, hecho de luz intensa y de aire lím-
pido y tremante, y quizá, de un poquito del vino
de la tierra que es cálido también, y generoso.
204
Alberto Lasplaces
Nadie se encuentra en tierra extranjera en o«ta
ciudad que sabe ser bella y hospitalaria, y que
además es la ciudad de Henry IV. . .
BORUBAUX
Bordeaux está orgullosa de su gran río, de su
ancho Garona, el más ancho de Francia. . . Por
eso se ha extendido a sus orillas, kilómetros y ki-
lómetros, y por eso trabaja y trabaja a sus ori-
llas, entre nubes de polvo. Los barcos entran y sa-
len por la inmensa senda líquida, y se recuestan
a los muelles y mueven incesantemente sus grúas
como dedos incansables. El Garona es gris, un feí
gris de barro y de labor, y las casas que lo bor-
dean han adquirido un color sucio y desagradable.
Y el cielo, para no ser menos que las casas y el
río, es también casi siempre gris. Así lo he encou-
trado y así lo reproduzco en estas líneas apresu-
radas que quieren ser fieles a la impresión reci-
bida. Bordeaux no parece ser una ciudad propia
para quien busca espectáculos amables, recreo pa-
ra la vista y para el espíritu. Tiene el aspecto de
una colmena zumbante, y seguramente esos hom-
bres que vemos ir y venir continuamente no están
aquí para divertirse. Hay una gran plaza polvo-
rienta, una de las más grandes que he visto, como
para hacer ejercicio varios batallones a la vez,
en la que se alinean unos árboles escuálidos como
conscientes de su pequeñez. Sobre im pedestal
irregular gesticula Gambetta enfundado en su clá-
La Buena Cosecha
205
sica levita, al aire su flotante melena meridional.
Y allá lejos, sobre nn recodo invisible del río, en-
tre la bruma espesa que rodea todo, un copo de hu-
mo asciende, vertical, hacia el cielo. Es un barco.
¿Viene o se va t Ahí está para mí la gran poesía
de esta ciudad y la de todos los puertos. Para los
que estamos lejos de nuestro hogar, para los que
suspiramos constantemente por lo que dejamos
allá lejos, un puerto es la estación más cercana, el
punto más próximo de contacto. Parece que dosde
aquí, inclinándonos un poco en la extremidad del
último muelle pudiéramos ver algo del otro lado
del mar, y enviar un gesto tranquilizador a los
que no se han consolado aún de nuestra partida...
LYOIf
Lyon tiene dos ríos, y se despereza como una
sultana, sobre una península al extremo de la cual
se confunden el Khone y el Saone. El Ehone es
rápido, apresurado, bullicioso y gusta cantar ba-
jo los puentes su fresca canción. El Saone es man-
so, transparente, sereno como lo que muere ... De
un lado, la ciudad salta un río y se prolonga por
la llanura con sus casas de cinco pisos, todas igua-
les. Del otro, trepa por una pequeña coñna escar-
pada, de la altura de las que rodean a Tarascón,
y enseña en la cumbre una fina torre Eiffel que
«e está quieta allá arriba mirando al cielo, mien-
tras las otras casas se afanan inútilmente por al-
canzarla. . . A lo largo del Rhone, en los anchos
206
Alberto Lasplaces
“quaifi” ocupados por un mercado al aire libre,
la muchedumbre se codea y se aprieta. A lo lar?o
del Saone, bajo los árboles coposos que se miran
en el río, los enamorados se pasean lentamente, to-
mados de las manos como en los tiempos román-
ticos. Lyon es la segunda ciudad de Francia y
sostiene gallardamente su rango sin permitir que
ninguna otra la aventaje. Grandes bulevares,
grandes teatros^ grandes magazines, grandes hote-
les. Y de noche mucha más luz que en esos lamen-
tables bulevares parisienses en los que agonizan
de tiempo en tiempo tísicos mecheros de gas. Y en
Lyon hay sol también, al menos yo he hallado un
sol de Agosto ufano y agresivo,, que pintaba de
oro todas las fachadas y latigueaba sobre el cristál
de las aguas azules. Por eso, para el que tiene co-
mo yo tengo sus etapas rígidamente marcadas, ir-
se de Lyon sin gustar todo el encanto que adivi-
na a través del encanto que percibe, es un poco
doloroso y melancólico. Y por eso en la mañana
húmeda, cuando el tren parte haciendo crugir el
puente de hierro Uno no se anima a decirle ¡ adiós !.
sino ¡hasta luego! por más de que esté casi se-
guro de que no ha de volverla a ver más I . . .
LA VÍA DOLOBOSA
En Compeigne, comienza la vía doloroea. A pe-
sar del trabajo formidable de reconstrucción que
se ha llevado a cabo, en los campos verdes flore-
cen a menudo monstruosos ramilletes de ruímas.
La guerra que hincó sus garras tan profundamen-
te en estos lugares dejará recuerdos amargos por
mucho tiempo todavía. La imaginación trabaja
activamente para representarse estas lomas en la
época en que el sordo rugido de los cañones no
callaba nunca. Una tempestad de fuego implaca-
ble, caída de lo alto como una maldición, borró to-
do vestigio de vida, mutiló los árboles, derribó las
casas y calcinó la tierra. Agazapados en sus cue-
vas, invisibles, arrastrándose como torpes gusanos
entre infectos corredores, los hombres se acecha-
ban y por encima de sus cabezas se enviaban la
muerte. Ninguna dulzura en la vida; ni un mo-
mento de tranquilidad; ningún oasis de olvido.
De repente se abría la tierra, y no quedaba sino
un espantoso cráter humeante en el que se mezcla-
ba el lodo a restos humanos, aún con vida. Y eso
208
Alberto Lasplaces
un año, y otro año, hasta cuatro. Nunca jamás so-
bre suelo alguno se desató cataclismo parecido.
Nunca jamás suelo alguno sufrió tan grande y tan
larga mutilación. Hunos y vándalos que aún nos
horrorizan a través de los siglos, no fueron sino
niños casi inofensivos. Con sus espadas cortas y
sus teas uo eran capaces de hacer tanto mal. Ade-
más, como Un turbión, pasaban, y la vida volvía a
renacer tras las pisadas de sus pequeños corceles,
con violento empuje. ¡Pero aquí!... Hay que ver
estos campos de muerte y de silencio que consti-
tuyen la más grande vía dolorosa que es posible
concebir. . . I Verdún no es más que un montón de
piedras quemadas en medio de un campo rojo, cu-
yas colinas desoladas semejan las olas de un mar
que Se hubiera solidificado de golpe. Lo que veo
ahora es otra cosa porque la mano del hombre vol-
viendo a herir la tierra ha logrado revestirla de
su verde felpa húmeda. ¡Pero cuánto dolor emer-
ge todavía en esas paredes rotas, en esos árboles
secos que los obuses decapitaban, como la guada-
ña al trigo 1 . . . Los caminos se abren de nuevo en-
tre restos irreconocibles. Cuesta convencerse, y
hasta humilla el pensamiento de que hayan sido
semejantes nuestros los que han realizado obra
tan abominable. Hay casi la necesidad de crear
una divinidad sombría y destructora para expli-
carse semejante tragedia!...
Nombres que nos son bien familiares se pre-
sentan ante nuestra vista: Noyon, Chauny, Saint
Quintin, Le Chatean ... La historia no los olvida-
La Buena Cosecha
209
rá jamás. Noyon y Chauny no son sino recuerdos.
Saint Quintín, agrupada alrededor de su iglesia,
muestra todavía enormes llagas. Por allí pasaba
la línea Hindenburg, de la cual era la ciudad el
más firme pilar. Alrededor de la estación no hay
todavía más que ruinas. De un gran bosque no
quedan sino media docena de troncos secos j de
una fábrica, una chimenea mutilada en medio de
un informe amasijo de hierros retorcidos. Y a ca-
da momento vastos cementerios rompen la mono-
tonía del paisaje con sus cientos de cruces blan-
cas que semejan flores idénticas. Allí duermen
para siempre los héroes sacrificados, la juventud
derribada en un instante, cuando más se podía es-
perar de su esfuerzo, cuando iba a dar de sí toda
la riqueza que atesoraba. ¡Cuánta ilusión, cuánta
alegría, cuánta fuerza abatida estúpidamente en
nombre de ambiciones personales o víctimas de
demencias colectivas! Nadie podrá jamás justifi-
car un crimen semejante.
Lenta, pero seguramente, la mano del hombre
va corrigiendo tanto destrozo. Aún hay aldeas en-
teras completamente destruidas, pero activos ejér-
citos de trabajadores laboran para borrar todo
vestigio. Las nuevas mansiones, — ya modestas
barracas de madera y zinc, ya coquetas villas co-
ronadas de teja nueva, — surgen por todos lados,
sonrientes, como flores recién brotadas. Sábense
bien los inconvenientes de todo orden <gon que ha
debido luchar Francia para corregir tanto mal. Y
no ha sido solo la falta de cumplimiento de parte
14
210
Alberto Lasplaces
de loe vencidos lo que ha evitado que la recons-
trucción esté mucho más adelantada. Ha sido
también la loca aberración del gobierno actual
que en empresas militares en Oriente y en Africa
gasta sumas inmensas mientras gran parte del
suelo francés sigue en el estado en que todo el
mundo puede verlo. A pesar de ello, las heroicas
poblaciones que tanto sufrieron todos los horrores
imaginables no se desaniman, y como hormigas o
abejas rehacen como pueden sus hogares destrui-
dos, vuelven/ a sembrar los campos generosos que
se han mostrado fecundos como nunca bajo la
bendición de un cielo amable, compadecido de tan-
ta miseria. A lo largo de la vía, mirándonos desde
todos los andenes, parados en todos los cruces de
los caminos, saludándonos desde todos los campos
en plena exhuberancia, he podido ver estos hom-
bres y estas mujeres que con tan irresistible an-
sia de vivir han vuelto a su región a comenzar
de nuevb la vida . . . Sólo he notado rostros ale-
gres, expresiones de bien justificado orgullo. 151
aspecto de las ruinas entre las cuales se mueven,
los ha fortalecido extraordinariamente, y la nece-
sidad del esfuerzo que han de llevar a cabo les
ha prestado una inmensa confianza en sí mismos.
Están seguros de que ellos son capaces de hacer
florecer este suelo de un modo insuperable, de os-
curecer lo que habían realizado sus padres, en una
obra totalmente de sus manos. Los destrozos que
han de sustituir han modificado su manera de ver
la vida, y son hoy un poco menos atados al pasa-
La Bheka Cosecha
211
do, un poco menos repetidores. La personalidad es
en ellos más libre y más robusta. La desgracia no
habrá sido absoluta, ni sus efectos totalmente ne-
gativos. Combatiendo contra tantos males se for-
mará una raza más capaz de hacer, más acostum-
brada a la iniciativa propia, más entrenada en el
“sport” del progreso, que no consiste en repetir
sino en sustituir. Y es eso precisamente lo que ha-
ce falta en estas naciones por lo general demasia-
do alucinadas en magníficos pasados, de cuyo en-
canto hay necesidad de librarse para poder su-
perarlos.
BRUSELAS
Bruselas puede clasificarse, desde el primer ins-
tante, como una ciudad alegre. Alegre por su as-
pecto y por sus habitantes. Se notan aquí mucho
menos que en París las huellas de los sufrimien-
tos de la guerra. Para los que estuvieron en ella
antes del estallido del cataclismo, la capital de
Francia está irreconocible. No he oído una sola
opinión distinta. El largo dolor sufrida ha llenado
las almas de ásperas amarguras. Ni la alegría de
antes, ni la “politesse” de antes. En Bruselas, no.
Es cierto que de todos los que intervinieron en la
guerra, éste es el país que se ha repuesto más
prontamente. Sus minas dan ya un noventa por
ciento de lo que producían en 1913. El movimien-
to de sus puertos es mayor aún, como el de los
índices de su comercio, interior y exterior. La
colaboración preponderante de los socialistas en el
gobierno ha contribuido a aplacar las ingratitu-
des de la lucha social. El espíritu laborioso y tenaz
de la raza, en la que se confunden las sangres
francesa y la germana, no se ha dejado dominar
214
Alberto Lasplaces
por ninguna clase de desesperanza, ni arrullar por
ninguna ola de pereza. Nada daría más exacta-
mente la idea de una colmena que este país, cuya
superficie es un poco mayor que nuestro departa-
mento de Tacuarembó y que agrupa cinco veces
más habitantes que el Uruguay . , .
Bruselas es, pues, alegre y con razón. Todo el
encanto de París es gris; gris en el color de sus
edificios de piedra, en su cielo divinamente velado
por tenues muselinas. En Bruselas hay más color,
mayor fiesta de tonos para las pupilas adormila-
das en el suave buen gusto de las perspectivas pa-
risienses. Hay momentos, en estos días de Agosto
llenos de sol y de tibieza, que uno se pregunta:
i esto es España o Italia? Además, estos rostros
ríen mejor, demuestran más salud, respiran más
la alegría de vivir. Estas mujeres son más fres-
cas, tienen un aire mayor de inocencia y de in-
fantilidad. Y los viejecitos innumerables, los ^de-
jecitos valientes que trotan por todas las calles y
parecen arrancados de viejas estampas, dan una
idea clara de la robustez física de la virili-
dad y del “savoir vivre” de la raza. Los rasgos
fisonómicos se han trasmitido intactos a través de
los siglos, y se tropieza a cada paso sobre todo en
los cafés, embebidos ante un ancho vaso de rubia
cerveza, con personajes de Rubens, o Jordaens, o
Teniers, a los cuales no se ha hecho más que cam-
biar el traje. Las gruesas y rosadas mujeres del
primero no son una creación de su fantasía, un
La Buena Cosecha
21h
capricho de eu imaginación. A cada instante pue-
den verse por estas calles con sus pómulos rosados,
sus pequeños ojillos, sus bocas redondas, sus am-
plias caderas y sus inexpresivos rostros de “be-
bé”. Y también a los graves señores que surgien-
do de fondos misteriosos, en correcta pose, nos
miran desde las telas de Bembrandt y de Van
Dyck. . .
En el centro de Bruselas está en la maravillosa
“Gran Place”, una de las más típicas y hermosas
de Europa. Toda la historia de la ciudad se ha
desarrollado en ese amplio cuadrilátero que flan-
quean magníñcos edificios. Presiden el viejo Hotel
de Ville y el antiguo Palais du Roi, — ahora con-
vertido en museo, — que pueden considerarse co-
mo dos modelos de arquitectura ojival. Hacia los
cuatro costados ningún detalle rompe la armonía
tan inteligentemente buscada y conseguida, y las
casas se agrupan altas y angostas, apoyándose
unas en otras como miembros de la misma fami-
lia. Las autoridades reales y comunales, los prín-
cipes y las corporaciones de oficios las ocuparon
en otras épocas. La ciudad se fue formando poco
a poco, en círculos concéntricos cada vez mayo-
res hasta alcanzar las proporciones actuales. Y si
la vieja Bruselas puede enorgullecerse de esos te-
soros que hablan de grandes esplendores, la nue-
va, en la que se destaca el formidable palacio de
Justicia, no tiene por qué avergonzarse. Amplias
avenidas, grandes parques, lujosos palacios. To-
da una urbe moderna que habla de bienestar, de
21G
Alberto Lasplaces
gusto, de limpieza. Porque los mismos barrios sub-
urbanos habitados por una numerosa población
obrera, están muy lejos de presentar el aspecto de
otras ciudades que he visto. En las autoridades,
espoleadas por el pueblo, hay una constante pre-
ocupación higiénica y hasta estética. Bruselas es
una de las urbes más limpias que existen. Los
antiguos barrios de los suburbios, Laeken, Molen-
berg, Saint-Gilles, Ixelles, Schaerbeeck, moderni-
zados, forman todos ellos parte de la ciudad, a
pesar de conservar sus municipios autónomos y
sus autoridades propias. El bois de la Cambre, re-
siste comparaciones con el de Bolulogne, de Pa-
rís. y el parque del Cincuentenario, con su aveni-
da monumental y sus interesantes museos, es una
bella obra edilicia llevada a cabo en un corto pla-
zo de tiempo. Falta todavía dar un poco más de
aire a los primitivos “quartiers” del corazón mis-
mo de la ciudad, en donde existen calles como esa
“Eue d'un homme” que pasa por ser una de las
más estrechas del mundo. Pero eso se hará pues
hay un vasto plan de remozamiento que sin sa-
crificar en nada los tesoros artísticos e históricos
que la ciudad guarda celosamente y con muy le-
gítimo orgullo, pondrá a su parte más populov^a
en las mejores condiciones posibles, de acuerdo
con loe modernos postulados de la comodidad y la
higiene.
FISONOMÍA DE BERNA
Quien crea que por el hecho de ser capital de
la Confederación, Berna es la ciudad más populo-
sa y más moderna de Suiza, se equivoca. Zurich
es mucho mayor y más rica, Ginebra más activa
y brillante. Berna, en el corazón mismo del país,
se está inmóvil rodeada por sus lindas montañas
sin experimentar ningún deseo de grandeza ni de
exotismo. De pequeña cabe en un puño y el que
viene de las otras grandes ciudades de Europa no
puede convencerse que después de caminar un
cuarto de hora ya esté fuera de la urbe en plena
ruta polvorienta y rural. Berna tiene un río, un
pequ'eño río inquieto y cantor como todos los de
Suiza, que deja deslizar su fina cinta de plata en
el fondo de un valle profundo, sobre el que sal-
tan dos atrevidos y elegantes puentes de hierro.
Sobre una alta península que circunda el río, Ber-
na entona la más' estrepitosa sinfonía de techos
que he visto. ¡Los techos de Berna! Los hay de
todas formas, aunque priman los agudos, los que
terminan hacia el cielo por largas flechas; y de
218
AIíBEETO Lasplaces
todos colores, aunque el rojo de las tejas comunes
se impone a los demás. Recortados de noche como
obscuras siluetas sobre el oro muriente del hori-
zonte, semejan un monstruoso ejército en mar-
cha, en alto las altas lanzas.
Ninguna ciudad de Suiza ha conservado su ca-
rácter propio como Berna. Hay varias viejas to-
rres cuadradas que salen al paso en las avenidas
centrales, y que ostentan grandes y pintorescos
relojes de curiosa tradición. Y las fuentes de cho-
rro continuo, sobre las que gesticulan ridículos
muñecos, florecen en todas partes, en silenciosos
rincones, en medio de las plazas, en las esquinas,
en las calles. Como en el campo, en todos los bal-
cones asoman las flores, y los cafés, — cómodos y
oscuros interiores, — se defienden de las miradas
del exterior con pesadas cortinas a través de las
cuales sólo penetra, rigurosamente tamizada, una
luz discreta y gris. Nada de establecimientos bu-
lliciosos, como en las ciudades latinas ; nada de be-
bedores al aire libre. La gente aquí se esconde pa-
ra beber, pero no por eso bebe menos. La buena y
rubia cerveza, ámbar líquido y cordial, brilla so-
bre todas las mesas, prisionera en cárceles de vi-
drio. Y las rubias mozas, desnudos los brazos, co-
rren infatigablemente de un punto al otro, aten-
tas a todos los pedidos. ¿latamos en Alemania?
Rara es una palabra en francés, y si alguien la
pronuncia es con un acento duro y casi ininteli-
gible. De los techos bajos y obscuros penden pe-
sadas arañas; de las paredes cuelgan viejas e in-
La Buena Cosecha
219
genuae litografías y sobre las mesas redondas de
madera se extienden manteles multicolores. La
clientela, es seria y silenciosa. En un rincón, va-
rios burgueses rojos y mofletudos libran una bata-
lla a golpes de baraja. Alrededor de otra mesa
unos cuantos estudiantes tocados de gorras azules
y verdes conversan en un “patois" pesado. En
otro rincón una Gretchen ajada y taciturna mira
fijamente su vaso semi vacío. Y yo miro también,
libremente, pues nadie me ha notado ni me no-
tará !
Todo eso no priva de que Berna sea una ciudad
realmente encantadora para quien viene por unos
días y está acostumbrado a otros espectáculos. La
cdudad tiene un sabor propio, un color original.
Hay grandes edificios modernos, como ese inmen-
so palacio federal, construido en la parte más ele-
vada y cuya ancha cúpula, sin gracia, revestida
de bronce, se alcanza a ver de todas partes ; y co-
mo los grandes hoteles y las grandes escuelas, to-
dos ellos de un tipo bien reciente. Pero eso no
quita que en su conjunto Berna dé la sensación
de que es la misma de hace unos siglos, con sus
calles estrechas que suben y bajan, con sus te-
chos altísimos y sus húmedos pasadizos. Y sus ha-
bitantes no deben ser gentes tristes tampoco, por-
que de noche la música y los cantos brotan de to-
das las ventanas y los grupos desfilan por las ca-
lles entonando alegres canciones. Lo que sí, es que
su alegría es diferente a la nuestra, más seria y
menos comunicativa. Nuestro corazón permanece
220
Alberto Lasplaces
ajeno a ese bullicio armonioso y poco contagioso.
El ritmo no parece ir más allá de las bocas que lo
entonan y sólo llegan a nuestros oídos las notas
frías e inexpresivas.
Berna tiene en su escudo heráldico el o.so tra-
dicional de sus montañas boscosas. Y cuida reli-
giosamente a varios de esos animales que son una
curiosidad más, siendo el encanto de los chiquillos
y de los extranjeros noveleros que nunca faltan.
Yo he visto a esos animales, gordos y limpios, ha-
cer piruetas dentro del foso que la ciudad les dá
por habitación. Está prohibida la menor falta de
respeto y me permito pensar cómo lo pasaría el
que quisiera hacerles la menor diablura. Yo, en
vez de extasiarme ante las bestias sagradas, he
preferido pasear por las estrechas callejuelas em-
papadas de una humedad de siglos, bajo las largas
arcadas y subir las colinas que rodean la ciudad y
desde donde se dominan inolvidables panoramas.
Para nuestros ojos de americanos, espectáculos co-
mo los que ofrece esta ciudad son totalmente nue-
vos. E.S necesario, pues, gustarlos en toda su inten-
sidad posible. Berna quedará en mi memoria como
una linda ciudad de juguetería con sus casas lim-
pias, sus techos milagrosos, sus altos puentes, sus
estrechos callejones y su río monísimo e impetuoso
que hacia el norte y hacia el sur se pierde en apre-
tados nudos de montañas que coronan las nubes.
CIUDADES DE SUIZA
ZURICH
Zurieh se levanta en la extremidad norte de sn
pequeño lago azul, todo rodeado de colinas, llenas
de árboles. Es la ciudad más grande de Suiza, la
más grande, la más rica, la más orgullosa y la más
alemana. Guarda celosamente los recuerdos de un
pasado brillante y sabe ser también moderna y
suntuosa como la que más. Por eso, con sólo ca-
minar doscientos metros, — la distancia que hay
entre el callejón Schipfe que corre a lo largo del
Limmat y la ancha y febril Banhof-Strasse, — po-
demos encontramos en dos épocas alejadas la una
de la otra cuatro o cinco siglos. Al borde del río
se levantan aún antiquísimas casas de una arqui-
tectura pintoresca y original, separadas por estre-
chos y húmedos pasadizos en los que puede mar-
char de frente, sólo un hombre. Y un poco más
allá, el amplio bulevard de asfalto en cuyos flan-
cos se elevan lujosas mansiones, palpita bajo los
grandes focos eléctricos con una vida cálida y tu-
multuosa. Los zurichenses hablan de su abolengo
que hacen remontar a las brumosas edades lacus-
222
Alberto Lasplaces
tres, cuando los primeros hombres construían sus
hogares sobre los plácidos lagos alpinos para res-
guardarse de las fieras y de los otros hombres. En
verdad, aquello está muy alejado. Zurich es una
ciudad moderna y culta en toda la extensión de la
palabra. No hay más que ver esa muchedumbre
que desfila incesantemente ante mis ojos; esas lin-
das mujeres todas vaporosas dentro de sus claros
vestidos de verano; esos moeetones rubios y ro-
bustos que acusan salud y bienestar. Y no hay más
que ver sus museos inmensos, y sus teatros sun-
tuosos, y sus escuelas excepcionales, grandes y
hermosas como catedrales.
Zurich recuerda, sobre todo, dos hombres ilus-
tres : Pestalozzi y Swinglio. El primero puso toda
la fuerza de su gran talento y toda su fe de ilumi-
nado en humanizar los procedimientos de enseñanza
primaria, encabezando un movimiento que ha re-
volucionado los métodos pedagógicos en todas las
naciones del mundo civilizado. Su villa natal le
ha erigido estatuas y en el Museo Escolar he po-
dido ver su mascarilla y sus objetos familiares,
piadosamente conservados. De Swinglio, aquel ás-
pero y fanático predicador que encabezó la refor-
ma protestante con Lutero y Calvino, queda el re-
cuerdo de la vieja catedral en la que el I." de
Enero de 1519 pronunció su primer sermón sepa-
ratista de Roma y de la tiranía papal. Así, pues,
Zurich ha sido cuna de una reforma pedagógica
y de una reforma religiosa. ¿Resérvale el Destino
algún otro honor semejante? Zurich, orgullosa de
La Buena Cosecha
22.-{
SUS recuerdos no parece conformarse con ellos so-
lamente y trabaja sin descanso para superarse.
Rodeada por una naturaleza que inclina al éxtasis
no se deja vencer por su belleza. Por eso hay que
esperar mucho de ella todavía.
LAUSANKE
Lausanne puede definirse como una ciudad de
alpinismo. No está edificada ni sobre ni debajo una
montaña, sino en su falda, siguiendo un verdade-
ro plano inclinado. Eso la hace muy pintoresca y
muy agradable a la vista, pero terriblemente fati-
gante. No se caminan cien metros sin subir o ba-
jar, muchas veces cuestas empinadísimas que cons-
piran contra nuestro centro de gravedad. En su
parte más alta hay un viejo castillo algo remoza-
do pero que guarda fielmente conservadas todavía
sus líneas medioevales, y una vieja catedral que
pasa por ser uno de los monumentos góticos más
valiosos de Suiza, en donde las iglesias monumen-
tales no abundan ni mucho menos. En esa parte
más alta de la ciudad se encuentran todos los re-
cuerdos que han perdurado de otras épocas, salvo
la Universidad, edificio moderno y armonioso de
estilo florentino que no está muy cómoda entre
tantos restos seculares. Y a medida que baja hacia
el Lago de Ginebra, Lausanne es más nueva, más
suntuosa. Toda esa parte de su crecimiento esfá
compuesta por villas de lujo sepultadas entre los
más bellos jardines, y en donde los arquitectos.
224
Alberto Lasplaces
sin salirse de nn tipo común, ensayan las más va-
riadas combinaciones, no siempre felices.
Ouchy es el puerto de Lausanne, un pequeño
puerto circular en el que dormitan unas cuantas
barcas y en el que los cisnes bogan libremente.
Hacia el Este, una larga y admirable rambla per-
mite contemplar el espectáculo inolvidable del la-
go cerrado del lado opuesto por elevadas monta-
ñas que caen casi a pico en las aguas pacíficas y
transparentes. Las dos orillas son totalmente dis-
tintas. Del lado de la ciudad las colinas se afel-
pan con todos los tonos del verde; del otro
lado no hay sino piedras obscuras y ásperas y co-
mo cortadas a hachazos por algún gigante. Pero
hay que ver cómo la luz del sol muriente juega
en esas rocas áridas, a las que engalana de los
más suaves tonos y a las que hace resplandecer
como piedras preciosas. Dos láminas quietas y pu-
ras y del mismo color, el cielo y el lago, encierran
esos tesoros en un mareo maravilloso. Algunas nu-
bes ligeras empañan un momento la serenidad de
la tarde, pero pronto se pierden, a toda vela, em-
pujadas por las altas brisas. Unas cuantas barcas
lejanas parecen grandes flores marinas con sus
blancas velas triangulares. El espectáculo vivido
una hora intensa y fugaz no podrá olvidarse nun-
ca, y del arcón de los recuerdos, Lausanne volverá
siempre, toda perfumada por sus jardines y toda
fresca de su lago y de sus montañas, como una
linda visión entrevista una vez. . .
PAISAJES SUIZOS
UNA NUBE
La mañana está clara y límpida. La noche se
había acostado arropada en un espeso manto de
brumas, pero el sol alegre y brillante la ha des-
pertado, asomando detrás de las montañas su cá-
lido disco de oro. El valle verde está húmedo to-
davía, pero la luz penetra por todo y descubre
hasta, las más distantes perspectivas. En lo alto,
varias nubes grises parecen deliberar sobre si se
han de alejar más aún. Son las mismas que cu-
brían la tierra hace un rato, las mismas a las que
el sol dio alas. Pero hay una nube todavía, una
pequeña nube blanca y obstinada que se adhiere
desesperadamente a un flanco de la montaña y
no quiere salir de ahí. ¿Por qué no se ha ido con
sus compañeras® Allí está y estará por algún tiem-
po todavía, como una mancha blanca, semejando
el humo espeso e inmóvil de una hoguera invisible
que ardiera en el oscuro lomo de la montaña.
EL SOL Y EL TREN
El viaje que debo de hacer es de norte a sur.
Como el sol es fuerte, un bello sol de fin de vera-
no, hago mis cálculos, y después de una madura
226
ALBEBTO LA8PI.ACES
reflexión sobre los puntos cardinales, elijo un
asiento a la izquierda, al lado de la amplia vente-
nilla. El tren comienza su marcha y yo me exta-
sío ante el maravilloso paisaje que se va desarro-
llando ante mis pupilas como la más bella cinta
cinematográfica. Pero! ¿me habré equivocado? De-
repente me encuentro en pleno sol y pqr la ven
lanilla penetra su luz y su calor, un poco moles-
tos. Vuelvo a hacer mis cálculos y como me dan el
mismo resultado de la primera vez, comienzo a no
comprender. Y como el sol permanece impertur-
bable frente a mí, resuelvo cambiar de sitio y me
siento a la derecha. Vuelvo a extasiarme de nue-
vo ante el paisaje, pero no han transcurrido mu-
chos minutos cuando me hallo de nuevo en pleno
sol, que se ha asomado a la derecha, como persi-
guiéndome. Entonces echo al diablo mis cálculos
y mi ciencia y no me muevo más de mi asiento
convencido de que en los ferrocarriles suizos las
leyes de orientación están completamente subver-
tidas y me dedico a admirar sin preocuparme más
de la luz que me abrasa.
PAIS DB TURISMO
Después de mucho mirar y admirar creo haber
hecho un hallazgo denominando el paisaje suizo:
“paisaje domesticado”. Estas bondadosas monta-
ñas que se han dejado horadar por los túneles, y
trepar por funiculares, y coronar por suntuosos
hoteles en que vienen a bostezar todos los privi-
La Buena Cosecha
227
legiados del dinero, han perdido la parte más ín-
tima y más poderosa de su encanto. Al menos pa-
ra mí. La naturaleza se ha amoldado demasiado a
los planes del hombre, y perdiendo su salvajismo
primitivo ha perdido gran parte de su interés. Ya
no hay peligros, y cómodamente arrellenados en
un “pullmann” podemos subir a alturas vertigi-
nosas por cuestas empinadísimas, o bajar hacia
proñuidos abismos. Antes de llegar ya llevamos
adelantado lo que vamos a ver, como un libro cuyo
índice hubiéramos recorrido en las primeras pá-
ginas. Los lagos pacíficos y burgueses que dormi-
tan eternamente entre los almohadones de las mon-
tañas que los circundan, parecen en ciertos mo-
mentos inofensivas lagunas de parque inglés, so-
bre las que acostumbran a pasear sus ocios sema-
nales buenas gentes endomingadas. Además, eso
de hacer de la atracción de la naturaleza una in-
dustria comercial, me subleva. No me parece muy
distinta ni más perdonable su explotación, que la
explotación del hombre. Oigo hablar de “país de
turismo” y creo escuchar una blasfemia. ;,Es que
la belleza ha de servir para llenar las bolsas insa-
ciables? ¿Es que todo se ha de pesar y medir y
hasta la naturaleza ha de amoldarse a cálculos de
ganancia, a maniobras israelitas? DesgraciadaT
mente sí, y seguirá sucediendo hasta que vuelvan
los siglos dorados, aquellos en que las palabras
tuyo y mío no tengan significación alguna. Y en
espera de que llegue ese momento, sigamos admi-
rando. . .
INDICE
Pag.
COMENTARIOS
Nuestro siglo •
7
El Ai’bol . •
11
Títulos ....
15
Arte Autóctono ....
21
Premios a la virtud . . .
29
Cintas policiales .
: 33
Más
39
Comamos y bebamos y bailemos,
que maña-
na moriremos . . . .
45
OPINIONES
Almafuerte . . .
51
Critica a un critico .
57
Rafael Barrett . .
63
Heniy Bergson . .
71
Rafael Barradas
85
Víctor Hugo y Julieta Drouet .
95
Renoir
103
Eugenio D Ors (El tilósofo) .
111
» » (El escritor) .
123
El centenario de Moliere .
133
Ellen Key
143
El estúpido Sr. León Daudet
151
RECUERDOS
El mar . . .
San Vicente
Fisonomía de Barcelona
El sueño de Gaudi . .
Vig'o
Santiag’o de Compostela
Fisonomía de Madrid .
El Escorial
Ciudades de Francia .
La Via dolorosa .
Bruselas ....
Fisonomía de Berna .
Ciudades de Suiza .
Paisajes suizos . . .
163
167
173
177
183
187
193
197
203
207
213
217
221
225